viernes, 26 de diciembre de 2014

DOS CUADRAS


DOS CUADRAS... demasiado lejos

El disparo me sobresaltó. Vi el destello del arma. Vi correr a mis amigos.
Estábamos en la calle, en una esquina a un par de cuadras de casa. Lo cierto fue que en la otra esquina, en diagonal a nosotros se produjo un estampido. El arma apuntó hacia mí, en la misma dirección en la que nos encontrábamos nosotros, lo vi con toda claridad, y también vi correr a un sujeto que tal vez fuera el destinatario del plomo. Pude ver todo a la vez, al oficial, el disparo, claramente el arma, a un muchacho que corrió a toda velocidad y a todo el mundo huir en estampida en todas direcciones.
No recuerdo si me tiré al piso o si me caí. Tampoco recuerdo bien cuánto tiempo estuve en la vereda, poco, seguramente. Todo fue muy rápido. Cuando estimé que podía levantarme, lo hice.
No era extraño que todos se hubieran ido. El lugar quedó desierto al instante. No se veía un alma a mi alrededor. El pánico se apoderó de mí y dando un rodeo algo más extenso que si lo hubiera hecho en otra oportunidad, di vueltas a toda la manzana, para no ir en la misma dirección que la policía, y así llegar a mi casa por el otro lado.
Era la hora de la siesta de un día de semana. En el barrio, adormecido, aún se oía el eco del disparo. Pensaba, mientras caminaba,  que mi madre aún no había vuelto del trabajo y que mis hermanos andarían también por ahí con sus amigos. Eso me inquietó tremendamente.
Agudicé mis sentidos en el camino para percibir los sonidos que podían venir de las casas vecinas, y si fuera el caso, enterarme si estarían allí mis hermanos.
Había hecho un buen tramo y seguía sin cruzarme con nadie. Solo vi pasar una ambulancia y dos patrulleros, con las sirenas encendidas. Supe que habían atrapado al susodicho y que no la pasaría nada bien.
No me había dado cuenta antes, tal vez por la conmoción, pero notaba un agudo dolor en el costado izquierdo que bajaba por toda la pierna. Me toqué el punto de la molestia, casi por instinto, y noté que tenía el vestido mojado. Debo haber caído en un charco y el apuro y la situación no me permitió notarlo antes. Pero ahora me dificultaba el paso que, a la fuerza, tuve que aminorar.
Por suerte logré divisar casi al final de la cuadra a una vecina, era la mamá de mi amiga. Le hice señas (no pude recordar el nombre) pero no me vio, llevaba prisa, cruzó la calle, giró en dirección a mi casa y la perdí de vista.
Es común que mi papá venga a almorzar y se tire un rato a descansar antes de volver a salir. Si me apuro un poco tal vez lo vea antes que se vuelva a la fábrica.  ¡Cómo me dolía la pierna!
Al girar en la esquina, ya sobre la cuadra de mi casa veo que está aún estacionado el auto. Me puse contenta. Al menos no voy a estar sola cuando llegue. No sé, pero la pierna me duele mucho y a lo mejor tengamos que ver a un médico.
Tengo que detenerme sobre un zaguán. Ahora no solo me duele la pierna casi insoportablemente, sino que empieza a faltarme el aire. Es tan poco lo que me falta para llegar…
Mientras estoy sentada en el umbral vecino, veo pasar a mis amigos, que van muy apenados y tan apurados que no me prestan atención. Parece que aún no salen del gran susto que se pegaron. Pasan a mi lado, casi corriendo, muy serios. Los quiero llamar, juro que los quise llamar pero no pude. ¿Habrá sido por vergüenza para que no me vieran así? Tal vez.
Me esfuerzo nuevamente, me paro y me dirijo directamente a casa. Es lo único que veo, mi casa a solo dos veredas, infinitas, tremendas.
En la puerta me cuesta entrar. Por alguna razón hay demasiada gente que me dificulta la entrada al pasillo. Nadie se corre. No lo puedo creer. Yo a los tropezones y nadie me da lugar para pasar.
Ya en la entrada del departamento, en el medio del pasillo, veo a mi papá de espaldas que está hablando con su socio, de negocios seguramente. Yo necesito llegar a mi cama, ya podré contarle lo que me pasa apenas se desocupe.
Al pasar por el comedor, puedo ver hacia la cocina que llegó mi mamá y está preparando café. Es raro, en casa no se toma café. No me vio, y yo necesito llegar a mi cama. Apenas me reponga un poco, voy a contarle lo que acaba de suceder. Ahora estoy demasiado cansada.
Al entrar a mi cuarto veo a mis hermanos, qué alegría me dio verlos.
Están de espaldas, muy quietitos al lado de mi cama. Ellos sí me dan paso y me ayudan a quitarme las ropas ensangrentadas, a ponerme la mortaja y a descansar de una buena vez.


Copyright © Laura de la Peña
(todos los derechos reservados)

martes, 9 de diciembre de 2014

LA EXPEDICIÓN

Imagen tomada de internet: https://www.flickr.com/photos/rosie_hardy/

LA EXPEDICIÓN

La expedición había salido temprano. El sol, que apenas llegaba a calentar unos pocos grados, se diluía en las sombras en tan solo un par de horas.
La misión llevaba varios meses y ellos muchas salidas juntos, en las que compartían sus miedos y la escasa comida por igual.
Los tesoros de Waskyniyia, perseguidos insistentemente por generaciones enteras, iban pasando a segundo plano. Antes, tendrían que sobrevivir a los vientos que soplaban desde el mismísimo infierno durante insoportables noches encaprichadas con la eternidad.
Marcos, Antonio y Ana habían terminado de armar la tienda de campaña. El cuarto día de ascenso los encontró agotados y hambrientos.
Ana volvió a experimentar otro de sus desoxigenados vahídos que la sumergían en alucinaciones cargadas de asombros y de milagros expuestos.
De pronto seis hombres, cuatro niñas y un curita que estrenaba sotana, la miraban tiesos e inmóviles. Las niñas, todas ellas con sus cabezas calvas, se extasiaron al unísono con la cabellera de Ana, larga y espesa, que ondulaba libre con la brisa cálida que soplaba del este. El curita la ayudó a descender del caballo en el que montaba. Los hombres restantes se acomodaron teatralmente a su alrededor, formando dos cuartos de círculo a cada lado de Ana, a la vez que inclinaban el torso indicando el camino con un gesto ampuloso de sus manos para que ella pasara.
Pero Ana no pudo dar ni un solo paso. Sus sandalias, trenzadas de hierbas duras, se adherían al piso echando fuertes raíces. Se metían en la tierra cuarteada con una velocidad extraordinaria. En algunos segundos cubrieron toda la superficie de un herbaje ocre hasta donde alcanzaban las vistas de todos ellos sumadas.
Las niñas se mostraron desilusionadas y decidieron, las cuatro a un mismo tiempo, sentarse de espaldas a la cruel escena en señal de soberana protesta.
Mientras los hombres consultaban en silencio con el cura, las lágrimas de Ana brotaron incontenibles y abundantes.
Las hierbas se fueron mojando y adquirieron un verde tan intenso y brillante que obligaban a entrecerrar los ojos para adaptarse de a poco a su intensidad.
Para cuando las niñas notaron el fenómeno inusual, ellas mismas se encontraban alcanzadas y mojadas por un fango lechoso y verde que les impedía el movimiento, a la vez que las raíces, ahora sí violentas y descomunales, iban entretejiéndose sobre sus piernas.
Las lágrimas no cesaban y los hombres, desconcertados, fueron quedando atrapados en la telaraña verde y el lodo que se petrificaba casi al instante bajo el sol calcinante.
Ana, tiesa e inmóvil en el centro del dantesco espectáculo, no podía abrir sus ojos.
El curita logró tomar a una de las niñas y a su vez ella a otra, y a otra más, cuando las aguas empezaban a levantar olas inquietantes. La última de las niñas pudo asirse de los cabellos de Ana y empezó a flamear por la fuerza brutal del viento y el oleaje indomable.
La última niña golpeaba el cuerpo de Ana con cada giro del viento.
Oyó su nombre. Oyó que la llamaban mientras la niña le golpeaba el vientre.
Oía voces, muchas voces <<¡Vamos Ana, uno más. Vamos cariño, abre los ojos. ¡Mira, es una niña!>>.
Abrió los ojos y vio a una enfermera que sostenía a una criatura envolviéndola en una manta blanca. Sentía en su vientre un enjambre de niñas por nacer.
El oleaje la sumergía y de nuevo todo era brusco, helado, sombrío. 
Al abrir nuevamente los ojos  vio con desesperación, como la última niña se soltaba de sus cabellos y era arrastrada por la tremenda fuerza del río de lodo y sal que no dejaba de hacer olas gigantescas.
Los hombres, agotados, iban desapareciendo de uno en uno arrastrados por la violencia de los sucesos.
Cuando se secaron las lágrimas de sus ojos, los sonidos se fueron apagando y en su cabeza quedaban los ecos del llanto de las niñas.
Ana nunca se despertó. Murió allí, en la tienda de campaña, empapada en sudor helado delante de sus compañeros que nada pudieron hacer en su auxilio.
Marcos y Antonio enlutaron sus almas y organizaron sus fuerzas para improvisar una cristiana sepultura. Dentro de la bolsa de dormir que cubría el frágil cuerpo de Ana, lo único que se movía eran sus cabellos, los que se desprendían a mechones al solo contacto con el aire. Marcos quiso conservar uno de los rizos y lo dispuso en su relicario con ritual religioso.
Fuera de la tienda, huracanes blancos corporizaban aterradoras imágenes. La nevada se había desatado como bíblica tempestad. En sus cuerpos, Marcos y Antonio sintieron como la sangre los iba lastimando por dentro en su lenta solidificación. Ambos soñaron con Ana. Ambos la abrazaron en la eternidad.
Seis hombres y cuatro niñas avanzaban lentamente por la calle central del pueblo.
Bajo un sol pleno y con protocolar liturgia transportaban un osario con los restos de tres antiguos expedicionarios hallados en recientes excavaciones hechas por el centro antropológico de la ciudad.
En la parroquia, el curita recién designado a Waskyniyia disponía los oficios necesarios para depositarlos en la cripta clerical.
A través de la tapa de vidrio templado, el osario permitía ver algunos huesos y un relicario de bronce en el que dejaba ver un mechón de cabello, un rizo dorado de melena de mujer.

Copyright ©Laura de la Peña
(Todos los derechos reservados)

lunes, 24 de noviembre de 2014

CAMINOS ALTERNATIVOS


Universum, Flammarion, grabado, París (1888); 
versión coloreada de Hugo Heikenwaelder, Viena (1998).
CAMINOS ALTERNATIVOS

Conseguir lo que el corazón anhela,
aunque se tarde,
acaso no hay mayor felicidad.

Siempre quise alejarme, andar, transitar desnudo esos lugares soñados y prometidos por largo tiempo, los que presumía inquietantes.
Traspasar el espejo de la realidad y sumergirme en él, al margen del mundo y del tiempo. Ese tiempo que implacable y silencioso sacudió y franqueó mi espacio absoluto en un eterno para siempre.
El camino recorrido resultó más largo de lo previsto y llegar no ha sido aún una sensación definida.
Tengo la impresión que he olvidado algo en un instante anterior; en ese margen en el que quedé un día, en ese espejo empañado de aquella mañana de marzo en el que te vi por última vez.
Desde el hoy que he construido con la suma de muchos espacios vacíos, siento la imperiosa necesidad de regresar a la imagen del espejo de aquel día. Te veías bella, te veías viva.
Volver sobre mis pasos. Pegar la vuelta. Desandar un camino aún más incierto que el recorrido y llegar al instante de tu muerte.
Una oscuridad densa y profunda me revuelve los sentidos y los pone en alerta.
Puedo sentir la eternidad de este momento, donde todo es mágico y punzante, amargo y bello, en el que aún me encuentro paralizado.
El miedo estimula mis ansias y me coloca en el camino de regreso.
Estoy en viaje mi amor.
Comienzo a oír un silencio único que podría identificar perfectamente entre todos los silencios del mundo. Veo materializarse el tiempo; un tiempo espeso, sofocante y detenido.
Acudiré a ti y llenaré de vida tu lozana muerte.
Concentraré mis sentidos para encontrarte. Desandaré mis pasos, los que alguna vez di para llegar a ser este hombre en el que no me reconozco.
Mi sangre fluye lenta y acompasada; puedo verla, sentirla tibia y espesa.
Estoy andando sobre el camino de regreso, enfrentando mis temores y mis angustias.
Un paso en la oscuridad. Uno más y podré tocar las curvas de mi propia vida.
No puedo aquietar la necesidad imperiosa de encontrarte en el espejo, de llegar y reconocerte bella y mía.
El andar me lleva a navegar sobre los mares de un tiempo embravecido, misterioso, prohibido, volviendo sobre una estela difusa.
Ya puedo sentirte y vuelvo a adorarte.
Empañados por las brumas estelares,  todos los espejos del mundo reflejan tu rostro eterno.
Casi al borde del milagro, veo el costado de tu alma como el mismísimo horizonte. 
Mi mano te roza y siento que tus ojos alcanzan mi mirada.
El vértigo me invade en el mismísimo instante de la muerte.

Amada mía, soy yo, he regresado.


Copyright © Laura de la Peña
(todos los derechos reservados)

sábado, 22 de noviembre de 2014

Biblioteca Antonio Devoto - Premiación de ganadores



Ayer, viernes 21 de Noviembre, se entregaron en la Biblioteca Antonio Devoto los premios del segundo concurso literario de la comuna 11.

Es la segunda vez que presento uno de mis relatos a concurso y van dos de dos.  (me la voy a terminar creyendo).

En esta oportunidad PESADILLA se ha llevado los galardones. 


En la misma ceremonia, entregaron el libro ya editado del concurso anterior, así que es de esperar que compilen todo el material premiado y finalmente la editen para la entrega de la tercera versión del concurso, que seguramente será el año que viene. 
Bueno, medio lento, pero algo es algo.


Acá les dejo el link al relato premiado: http://lauradelapena.blogspot.com.ar/2014/03/pesadilla.html

Y por si les da fiaca ir hasta el link lo transcribo:

PESADILLA




Cuando se acercó, se dio cuenta que los perros estaban junto al cadáver.
Observó la escena a varios metros de distancia. Aún estaba agitado por la carrera, y no quería llamar la atención de la jauría. No podía creer lo que veía y estalló en llanto con espasmos incontrolables. Todo su cuerpo lloraba sin consuelo.
Se había despertado muy agitado esa mañana; una pesadilla lo atormentó en el tránsito por el último sueño. Le costó mucho abrir los ojos.
Finalmente pudo saltar del camastro y terminar con el sufrimiento.
Se fue vistiendo al tanteo, aún en sombras, entre el olor a rancio y los ronquidos de su padre. Sus ropas se mezclaban con los cuerpos de sus hermanos que amontonaban sus sueños.
El sol todavía no alumbraba; se lo percibía desteñido y frío.
Miraba todo con los ojos bien abiertos y las pupilas dilatadas. Todavía con la angustia de la pesadilla, intentaba focalizar cada cuerpo a modo de registro y de reconocimiento. Los niños parecían anudarse y entre los trapos y las ropas no lograba identificarlos a todos.
Unos perros ladraron. Su padre dejó de roncar y los niños se movieron en sus colchones. Oyó pasos y corridas en el corredor de la villa. Unos tiros dispersos. Los perros desaforados, que no dejaban de ladrar, tropezaban entre ellos al pasar por delante de la casa.
Se calzó las zapatillas sin atarlas, y salió con la sensación intacta que tuvo al despertarse: MIEDO.
Por delante de él pasaron tres pibes; los conocía de vista y algunos escuetos saludos. Corrían y vociferaban palabras incomprensibles.
Sin saber por qué, él también empezó a correr y se sumó al grupo de muchachos tratando de comprender qué era lo que estaba pasando.
A la carrera le pasaron un chumbo y le avisaron que estaba cargado; que disparara apenas viera pasar a la mina; que los había robado, que había que bajarla antes que siguiera. Que se abriera a la izquierda, que ellos lo harían a la derecha. Que tuviera mucho cuidado, era peligrosa.
–¡Dale flaco, metele caño!
Apenas dobló en la esquina, agudizó los sentidos. El miedo le hacía escuchar hasta los aleteos de las moscas. No pensaba. Trataba de hacerlo, pero no lograba hilvanar sus pensamientos; solo obtenía visiones fotográficas: su pesadilla, el olor de la pieza, sus hermanos durmiendo, los ronquidos del padre…
Se detuvo para atarse las zapatillas.
En la semioscuridad divisó una figura que atravesaba el callejón siguiente. Los perros y los demás se oían por el otro lado.
Se lanzó a la carreta y cobró velocidad, se acercó a la esquina, se cubrió, y disparó a la distancia.
Seguro de haberle dado, escuchó el alarido de la joven y enseguida oyó acercarse a los demás junto a los perros ladrando. Estaba yendo al lugar cuando lo atajaron los otros y le dijeron que no lo haga, que se vaya a su casa lo más pronto posible, que se guarde por un tiempo.
Así lo hizo. Tiró el arma en el zanjón y volvió como una flecha a la pieza. Lo recibió su padre, desesperado porque no encontraban a su hermana. El día ya estaba clareando.
No haciendo caso a las terribles sospechas que albergaba en su mente, calmó a su padre y salió a la carrera nuevamente.
Cuando se acercó, se dio cuenta que los perros estaban junto al cadáver, el cadáver de su hermana.


Copyright © 2014 Laura de la Peña
Todos los derechos reservados

miércoles, 8 de octubre de 2014

LA LOCA DE AMOR




LA LOCA DE AMOR

En memoria de Rebeca Méndez Jiménez

En el muelle se escuchan los rumores del viento, se te pega la sal en la cara y las olas forman dibujos endemoniadamente bellos.  Los hilos dorados del atardecer se cuelan por los ojos, te atraviesan y te obligan a echar raíces. Es mágico, pero corres riesgo de no querer irte nunca más.

Llegué al muelle atraída por una leyenda, la de Rebeca, la loca de amor.
Dicen que Rebeca esperó por más de cuarenta años a su amor, vestida de novia, porque le había prometido que a su regreso se casarían.
Unos dicen que un tal Manuel, embarcó cuatro días antes de la fecha del prometido casamiento y zozobró en alta mar. Que ella lo esperó cada día vestida de novia en la punta del muelle para que él la reconociera al regresar. Que Rebeca fue perdiendo el juicio, lentamente.

Otros, en cambio, tienen por conocida otra historia:

― ¿Laus, estás ahí? ―susurró Rebeca mientras asomaba de entre las sábanas revueltas sus muslos morenos y su ensortijada cabellera algo encanecida.
―Sí, mujer, ― contestó Ladislao― estoy ensobrando los aretes y terminando los preparativos para llevar la mercadería al puesto. ¿Tienes hambre? ¿Quieres comer? Pues debo ir a la venta en la plaza para conseguir los dineros. A ver si logras recomponerte hoy. Hazme el favor y salte de la cama de una vez.
―Ya, corazón. Dime, ¿nos casaremos pronto?
―Nos casaremos, claro que nos casaremos. Espérame aquí, que pronto nos casaremos―prometió una vez más Ladislao.
Rebeca sostuvo la mirada perdida por algunas horas, sin salir de la cama, imaginando una vez más cómo sería ese tan ansiado día.
Había deseado por años oír esa frase. Y cada día la escuchaba como si fuera la primera vez. Cada vez que Ladislao repetía su promesa, los ojitos de Rebeca brillaban y sonreía con todo el cuerpo.
Amaba a sus hijos, pero ya casi no recordaba sus rostros. Llego a San Blas, dejándolos pequeñitos al cuidado de la abuela, en busca de trabajo y sustento. Les había prometido padre y padre les llevaría. ¿Estará grande mi Blanquita? Ha de ser ya toda una señorita… ¿Qué edad tendrán ya mis pequeñitos? Desalmados con mami que no me vienen a ver. Mami prontito irá y les va a llevar regalos y dulces para todos… y un papito. Sí, sí señor. Y papito nos va a querer a todos. A todos, toditos.
Dicen que había llegado hacía ya unos años, desde Guadalajara.
Cuando Ladislao la encontró, estaba sentada en la punta del muelle, con su bolsita, extasiada con el mar y repitiendo <<ya viene mi amor… mi amor mañana va a venir en barco>>.
Ladislao, Laus como ella lo llamaba, era un apuesto surfeador devenido en vendedor de chucherías y contrabandista de poca monta. Su casa, sobre el mismo muelle, era el único lugar que Rebeca aceptó vivir. Solo tenía consigo un vestido de novia, arrugado y viejo en su bolsita, y una mala foto de sus hijos aún pequeños.
Con el tiempo, Rebeca empezó a mostrar sus canas, y a enamorarse perdidamente de Ladislao. Cuando el salía a vender, era frecuente verla atravesar las calles en dirección a la iglesia, vestida de novia,  diciendo <<ahora sí, ya me dijo Laus que lo esperara en la iglesia con mi traje de novia porque ahora sí nos vamos a casar>>.
Dime Laus, ¿me quieres? ¿cuánto me quieres? Cuando nos casemos quiero traer a los niños. Me haría muy feliz que pudiéramos traer a los niños.
Cuentan los parroquianos que un mal día Ladislao no volvió de su habitual venta callejera. Un automóvil lo había atropellado y a los pocos días falleció en Tepic, una ciudad cercana. Rebeca lo esperó, como siempre, con su vestido de novia, sentada en el muelle, con los pies colgando hacia el mar, lista para ir a la iglesia.
Con el correr de los días, urgida por el hambre y en su afán de encontrarse con Laus, Rebeca salió a vender primero sus chucherías y luego dulces para los niños, que tanto le recordaban a los suyos. Alternaba el muelle con el malecón, entre dádivas, promesas y burlas de todo tipo.
<<No, no. Yo le dije que con le esperaría con este vestido y lo voy a esperar con este vestido, por si él vuelve, para que no se fuera a equivocar>>.
Nadie pudo sacarla de la casilla en la que se transformó el hogar de Ladislao. Nadie pudo entablar otra charla con ella que no fuera la eterna espera de su amor.
Las vueltas de la vida quisieron que su hija Blanca la encontrara, con la mente perdida y sin ninguna posibilidad de reconocerla, cuando habían pasado ya casi 40 años que había salido a buscar amor y un padre para ellos.
Dicen que Rebeca no falleció en el muelle, sino muy lejos de su eterno lugar. Murió de amor y de locura.

Hoy, al caminar por estas piedras y asomarme al bravío mar, veo que la espuma de las olas dibuja caprichosamente contornos femeninos. El sonido de las olas en retroceso suena como tal vez lo hubiera hecho la risa de Rebeca. Cada ola rompiendo en el malecón trae consigo la voz de Ladislao con la promesa eterna de casamiento. En el horizonte, las nubes dan una danza lenta y ceremonial invitando al amor y a la dicha perpetua.

Dan ganas de quedarse eternamente, aquí, en el muelle de San Blas.

Copyright © Laura de la Peña
(todos los derechos reservados)

domingo, 21 de septiembre de 2014

EL VIEJO




Viejo. Hoy se vio realmente viejo. Ya casi sin remedio. Había notado que su cara se reflejaba vieja, ajada, quebrada, casi muerta. Ese espejo miserable, como todo lo que lo rodeaba, le devolvió la imagen de la muerte. Una muerte hacia la que iba inexorablemente. Su cara se había consumido. Ese rostro ya no le decía nada. Por un segundo esforzó su memoria para recordarse, recobrarse a sí mismo. Hace tanto ya de su última sonrisa. ¿Cuándo fue? ¿La noche de su cumpleaños? ¿Pero cuál? Sesenta, setenta… tal vez solo cincuenta. Da lo mismo. Este infeliz espejo no lo ha registrado. Esta pieza oscura y maloliente solo alberga noches de hambre, miseria, frío.
Desde que llegó el pibe, sus horas estuvieron acompañadas. No él. Tanto trabajo para nada. Estos pibes son unos desagradecidos. Uno se desloma para sacarlos de la mierda pero no hay caso. Son mulas. Rocas demasiado duras de pulir.
Antes, hace un incierto tiempo, cuando el cuerpo aún le respondía, solía deambular por las estaciones. Los trenes supieron ejercer en él una mística y una fascinación irreales.
Tanta gente llegando de alguna parte, yendo a algún lugar. Cargando sobre sí apuros y contratiempos que disfrutaba imaginar: ejecutivos trajeados a punto de llegar tarde a la firma de un gran contrato millonario, mujeres apuradas por llegar a sus trabajos preparando en sus cabezas las mentiras que dirán ese día, a sus jefes, a sus maridos, tal vez a algún amante.
Toda esa gente le producía fascinación y repulsión a la vez. Gente de mierda que jamás me vio ni me miró al darme sus sucias monedas, con impecables manos blancas. Gente de mierda.
El golpe de suerte vino cuando logró que le permitieran dormir en esta pieza, ya hacía unos años. La compartió por un tiempo con otro viejo que mantenía los juegos del parque de diversiones, hasta que se murió. Lo ayudaba, le alcanzaba las herramientas, y limpiaba una y otra vez el lugar. Había aprendido a mantener calibradas las hamacas voladoras. Esas eran las que más le gustaban. Sus ocho puntos de velocidad, a puro golpe de palanca. Y pensar que nunca pude subirme a ellas. De solo pensarlo, me moría de miedo. Cobrarles los boletos, sentirlos tan cerca al pasar, de a uno, ver sus caras, respirar sus ansias de volar, de sentir el viento en la cara. Oler sus frescos perfumes, sus impecables vestidos. Siempre lo mismo y siempre distinto.
Cuando encontró al pibe, pensó tal vez en el hijo que no tuvo. Hubo otros pibes, pero este se le enquistó, se le prendió como garrapata, desesperado y desvalido. Sus ojos, extremadamente negros, que ya no eran inocentes, daban más pena que otros. ¿Ocho? ¿Diez? ¿Cuántos años tenía el pibe? Lo necesito para laburar, pensó, yo solo no puedo con todo. ”Pibe, te venís conmigo“, le dijo una noche en la estación Retiro. “Vamos, apurate que te llevan”, arrastrándolo de un brazo, y los oficiales que se acercaban garrote en mano. Acá en esta pieza le domé las mañas. Le torcí ese puto destino que le esperaba en la calle. Acá, en esta pieza, comida no le faltó. Costó, pero aprendió. Palizas no le faltaron. Lo que no se aprende a los golpes, no entra, no hay caso.
Al principio aprendió a limpiar, primero la pieza y con el tiempo, las máquinas de los juegos, los asientos, las maderas, los pasamanos. Ese sería el trabajo del pibe, mantener limpio el lugar para que otros lo ensucien, para volver a limpiarlos, para que otros lo ensucien, para volver a limpiarlos, para…
En ocasiones, lo hacía subir a las hamacas voladoras para probar el mecanismo. Agradecido debía estar. Ese mal nacido debía besarme el trasero. Cuantos quisieran ya estar en su lugar.
Ya hacía unos días que no podía con su pierna y la arrastraba. Las manos tampoco le respondían como antes. Las cadenas, la grasa, los engranajes, ya todo le costaba el doble. El pibe tenía que ir tomando su lugar. De a poco. Pensó en el hijo que le hubiera gustado tener…
Hoy le pidió que ajuste los engranajes y engrase las cadenas de las hamacas. Lo hizo solo. Parece que esta vez el pibe pudo. ¿Quedó bien?, y el pibe asintió con la cabeza. Sin golpes, sin coscorrones, sin reprimendas. Hice un buen trabajo. Me lo tengo merecido.
Yo cobro los boletos y vos manejá las hamacas. De a poco le vas dando a la palanca, suave, sin pasarte del punto seis. Mirá que te voy a estar mirando. Cualquier cosa me avisas. ¿Podes?, y el pibe lo rozó con la mirada y asintió casi con una sonrisa.
Desde temprano había cola para subir. En quince minutos abrimos, dale, preparate, ¿revisaste todo?
Dos señoras regordetas y pituconas, una joven de cabello rubio, un señor gordo, una niña y su madre con un hermoso sombrero… Todos, boleto en manos, con  enormes sonrisas nerviosas. Estaban por entrar a las hamacas voladoras. Al alzar un poco más la cabeza, más y más personas estaban y circulaban por el parque. La música y la algarabía crecían exponencialmente.
¡Adelante! Todos con los boletos en la mano, en fila. Por acá por favor, adelante, pase.
Manos con boletos sin rostros. Pies con zapatos ajenos. Gente. Zapatos. Boletos. Y el último.
Cerró la pequeña entrada con una soga colorida. Estos zapatos esperarán unos minutos más. Ahora tendrá tiempo hasta la próxima vuelta. Las hamacas habían empezado a rodar. Contó el dinero, acomodó los billetes, los enfundó en la enorme billetera.
Miró al pibe, ¿todo bien?, el pibe asintió.
Las hamacas estaban girando. Más lento, deberían ir aún más lento. Miró al pibe, ¿pasa algo?, el pibe movió ligeramente la cabeza. Nada, está todo bien. Miró la rueda en las alturas, las caras al viento, pelos y pañuelos al viento, miradas al viento. Algunos gritos nerviosos y un ruido de cadenas, y otro ruido. Algo no andaba bien. Demasiada velocidad.
¡Te dije que más lento! Debías empezar más lento. Te lo dije. ¿Qué está pasando? ¡Bajá la velocidad! ¡Qué pasa!
Comenzó a caminar hacia el pibe.
Ahora un terrible ruido de engranajes y cadenas y fierros y gritos, por todos lados gritos, espanto y miedo. Quiso correr. Tal vez si alcanzara el mando del tablero… pero el pibe a los gritos esta vez sí lo miró y gritó enloquecido:
“¡Vení, viejo de mierda, vení! ¡Vengan, gran puta, me queda todavía un punto más!”
No atinó más que a rezar y llorar y abrazarse a esa gente que veía cómo los carros caían y se apilaban y fierros y caras y zapatos y sueños.

(Recreación del cuento Las hamacas voladoras de Miguel Briante)


Copyright © Laura de la Peña
(todos los derechos reservados)

domingo, 14 de septiembre de 2014

LA CONDENA








Una mañana cualquiera despertarás y verás al lado de tu cama a los emisarios de la muerte,
comunicándote que estás detenido –aunque por el momento seguirás en libertad-.
Te informarán que se iniciará un proceso sobre ti y que conocerás los cargos a su debido tiempo.





Mi padre una vez me dijo que lo único que se persigue en la vida es la muerte, que vivimos simplemente para darle sentido a una eterna e incontrastable muerte. Que nos encontramos sumergidos en una existencia absurda, en el filo de la navaja entre la vida y la nada.

Claro, cuando supe de esa frase, aun con la virginidad intacta, mi sangre bulliciosa y caliente no me permitía comprenderla en toda su amplitud.

Los días por entonces se sucedían veloces, de frente, los sentía en el rostro como el viento que reciben los actores en esas películas de cine, cuando montan elegantes y costosísimas motos.

A poco de ingresar al mundo de los grandes, todos mis sentidos se fundieron en la mirada de Franc, un bohemio lleno de promesas y proyectos. Su música, aún nonata, bullía en su interior y brotaba de su cuerpo en forma de embriagadores  besos. Sus poemas, aún no escritos, los esculpía sobre mi cuerpo, y moldeaba cada una de mis palabras a su antojo.

Anestesiados y mareados por nuestros propios vapores y sudores, vimos nacer el primer hijo. Parirlo fue firmar al pie del contrato con la vida la garantía irrevocable de mi muerte. Tal vez en ese instante empecé a comprender aquella frase con la que me sentenció mi padre, aunque no estoy del todo segura.

Luego, los hijos se fueron sucediendo, a espacios temporales regulares cargados de angustia y de una espantosa miseria. Algunos crecieron entre nosotros como pudieron, otros no. A la cuarta, una niña regordeta y chillona, se la dimos a Hanna, a la que no le crecía ningún hijo y a nosotros empezaban a sobrarnos. Solo nos sobraran hijos, los que siguieron llegando y a los que tuvimos que ir ubicando.

Finalmente la música de Franc se hizo cierta y brotó de él ya en forma de sonidos y de acordes, pero se había vaciado de besos; sus manos ya no esculpían sobre mi cuerpo, se ocupaban de escribir poemas y canciones. Las horas de su tiempo eran solo destinadas como abono de su creación. Por las noches, en la cama, redimía sus ausencias y me anclaba a su costado con un poder asombroso.
Pero nada saciaba ni mi sed ni el hambre de los hijos, esos hijos que nos nacieron a los dos pero que solo a mí me obligaron a firmar ese pacto anticipado con la muerte.

Sus trabajos eran muy escasos, un par de alumnos y esporádicas presentaciones en bares y tabernas. La paga no siempre era en billetes, a veces canjeaba su música por panes o carnes para el almuerzo. Otras veces los hijos lo ayudaban con un número circense por el que pasaban la gorra. Mis manos fallaban ya desde hacía tanto tiempo que mis trabajos por hora ya no eran requeridos.

Una noche no volvió. Dicen que esa fue la mejor actuación que le habían escuchado, que una dama se le acercó y lo cubrió de pieles y promesas.

Los hijos que habían crecido flacos y con hambre se desparramaron por ahí. Se disolvieron en el aire, huyeron del espanto. Y no los culpo, ni los extraño, ni los siento, ni los quiero, ni los perdono. Se marchitarán en mi mente como lo hace mi propio cuerpo, como se pudre mi piel sobre esta sábana roñosa. 

Copyright © Laura de la Peña
(todos los derechos reservados)

domingo, 31 de agosto de 2014

JESI




Niño sin niño 
indefenso y asustado 
que aprende a fuerza de palos 
como las bestias a sobrevivir. 


Joan Manuel Serrat







Hoy otra vez tengo que ir con la tía. Yo quería quedarme a jugar con la muñeca nueva que me regalaron ayer, en el comedor. Ahora mamá dice que le haga caso a la tía. Si siempre le hago caso yo, y nunca me voy de su mano. Pero no me gusta. Hay tantos señores que me molestan.
Yo prefiero ir al comedor, que hay mas nenas y cosas, y a veces las señoras traen juguetes y chiches para nosotros. Pero a mamá no le gusta, dice que es para los pobres más pobres.
A mí la tía no me gusta.  Ni su cara ni nada. Es fea y mala. Y no me deja contarle a mamá que a veces me lleva a lo de su primo y me dice que es mi tío y que es re bueno y nos da cosas y plata.
Me dijo que le jurara que nunca, nunca, le iba a decir a nadie. Diosito sabe que le juré y que yo no hago trampas ni nada. Pero a mí no me gusta ni pedir, ni ir a la casa del tío Juan.
Igual, hoy, si vamos, me voy a llevar la estampita de diosito. Él es más bueno y nos va a ayudar a todos para que rápido juntemos la plata y volvamos prontito a casa.
No me gusta cuando nos tenemos que quedar a dormir en la casa del tío Juan. Es re chiquita y no entramos todos en su cama. Él igual es bueno y a veces me abraza fuerte y me hace caricias para que me duerma. Él es bueno y me quiere, pero igual a mí no me gustan ni sus abrazos, ni nada.
<<Me llevo a la Jesi. Sí, no te preocupes que la cuido. Hoy hay partido en la cancha y la piba garpa bien. Quedate tranquila que la monada me conoce y cualquier cosa saltan>>.
Que me porte bien, y todo eso. Que no la haga enojar a la tía. Que cuide las monedas que son para comer.
Pero yo no quiero comer. Si no como, entonces a lo mejor no me mandan con la tía.
<<Basta Jesi, ¡dejá de llorar que vas a cobrar! Andá con la tía que mañana es tu cumpleaños. Si traes muchas monedas, te voy a comprar un regalito. Portate bien y dejar de llorar>>.
En el tren nos subimos a la parte grande que no tiene asientos. La tía se encontró con otro primo. A este primo yo no lo conozco, pero la quiere mucho a la tía.
Dice que hace trabajar a los chicos en la tele y que le muestre como bailo la danza. A mí no me gusta que el señor me mire, pero la tía dice que le muestre la ropita que tengo abajo de la ropa, y que no le cuente nada a mamá que es una sorpresa que le vamos a dar y que qué contenta que se va a poner. Que con esto, vamos a traer mucha plata para todos.
Cuando salimos del tren, nos fuimos a su pieza. La tía dice que esto es mejor que pedir, porque es para la tele.
Me dieron unas monedas y ellos entraron a la pieza y yo me fui al quiosco a comprar un juguito. Y que cuando vuelva la espere en la puerta sin entrar ni nada. Que ella tenía que hacer un trabajo mientras.
En el quiosco me hice una amiga que me pidió juguito y yo le dí. Se llama Carolina y nos quedamos juntando unas ramitas para hacer la comida de su casa.
Juntamos tantas ramitas que se nos caían todo el tiempo. Se nos cayeron muchas veces que no las podíamos juntar. Perdí mis moneditas. Ella tenía otras monedita, pero me dijo que eran de ella. Las mías no las encontramos. Después la llamaron de su casa y se fue.
La tía también me llamó y volví corriendo. Me pidió las monedas.  Me dio un sopapo.
<<Pará de llorar nena, que apenas te toqué. No seas tarada. Ahora hay que ser buena con el tío Quique y nos va a dar las monedas que perdiste>>
Para entrar había que saltar una zanja e ir por un caminito de piedritas. Atrás de la cortina estaba la casa. La pieza era fea y oscura. Ese primo estaba tirado en una cama. Hacía tanto calor que la tía se sacó la blusa. A Quique le dolía la panza y se tocaba todo el tiempo. Me dijo que me saque el vestido. A mi no me daba calor. Ella me lo sacó. Él se sentó en la cama, y se seguía tocando la panza. Me toco una pierna y me corrí lo más que pude. <<Jesi, no hagas sentir mal al tío. ¿Qué va a pensar?>> Le dio un beso a la tía y me acariciaba la cabeza, la espalda, y más abajo, y más abajo. <<Qué tiernita tu sobrina. Está buena la guacha>>. Parece que la panza no le pasa y se frota mucho y más rápido ahora. La tía me mira y me pide con la mano que me quede calladita.
Yo no lloro, yo no lloro. La tía me tiene de la mano. La cortina no está lejos.
El señor se para y se pone delante de mí. Muy, muy cerca. Ahora sí que lloro. Su olor no me gusta y me aprieta con sus manos a su panza. Lo empujo fuerte y me suelto de la mano de la tía. Corro hasta la cortina y salgo de la pieza. Pero no tengo la ropa.
<<Dejala, es muy chiquita, dejala Quique. Vení, vení con mami>>.
Me quedé sentadita en una piedra, al costado del arbolito de la entrada.
Después ya no lloré y más tarde vino la tía con mi ropita y me ayudó a ponérmela.
Que me porté mal, que tenía que pensar en mi mamá, que Dios no me va a querer si sigo siendo tan mala con la gente que es buena con nosotras.
Me dijo que no le dio monedas para mí y que solo tenía unas para ella y su bebé. Que nos volvíamos a casa porque estaba tan cansada…
Mañana es mi cumpleaños pero no llevo ninguna plata. Le voy a prometer a mi mamá que me voy a portar bien y que voy a comer menos. No quiero venir más con la tía ni con sus primos. Ojalá se mueran.
Copyright © Laura de la Peña
(todos los derechos reservados)