viernes, 24 de enero de 2014

LA SOLITARIA








Brotas derecha o torcida
con esa humildad que cede
sólo a la ley de la vida,
que es vivir como se puede.

Las Encinas – Antonio Machado (fragmento)


Encinas de Los Pedroches (óleo) – María Pulido - Fuente Google

Ya desde temprano tuve ganas de perderme en las lomadas.
Llegamos con el alba. Los chicos aún dormían en el asiento trasero.  Aminoré la marcha y disfruté el serpenteante camino de la entrada a La Solitaria, tal como lo había imaginado. El silencio dominó mis sentidos y los reflejos azules y violáceos rebotaban en las encinas y daban en mi alma con certera puntería.
Durante meses les fui contando a los niños mis vivencias en el lugar. Aquí nací. Aquí nacieron mis padres, y los padres de mis padres.
Para cuando tuvimos que dejarla, ya fallecido el último patrón, La Solitaria había caído en el profundo silencio que hoy la habita. Nos fuimos arrastrando el desierto en las almas. La cruda realidad nos obligó a dejarla.
En la casa el frío encerrado en sus paredes nos recibió de una sola oleada. El eco de nuestros pasos y el murmullo de los chicos poblaron de sonidos el ambiente. Por las ventanas se colaba el resplandor de la mañana. Desde allí mi vista se clavó en la lomada de los encinares.
En las caballerizas, vacías de animales pero eternamente impregnadas de su olor, reviví mil historias en formato de cuentos infantiles.
Hacia el atardecer, mientras ellos se relajaban en los cuartos, emprendí la caminata tan ansiada.
El paisaje iba cambiando conforme iba ascendiendo; los verdes se iban atenuando. El terreno árido y reseco cargaba de amarillos la colina y el crepúsculo aportaba rojos desde el horizonte sobre las encinas. Bajo sus sombras lloré mis primeros amores y gocé mis primeras caricias.
Estas lomadas han sido siempre mi escape, mi refugio, mi sosiego. Desde aquí, todo lo veo y lo siento diferente.
Ya se anuncia la noche. La casa ya muestra algunas luces encendidas y los grillos quiebran el silencio.
Deberé desandar el trayecto. Lo haré despacio. Lo eternizaré en mi mente.

Copyright © 2014 Laura de la Peña
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miércoles, 22 de enero de 2014

ELEVACIÓN EN PAZ

Muy cerca de mi ocaso, yo te bendigo, Vida,
porque nunca me diste ni esperanza fallida,
ni trabajos injustos, ni pena inmerecida;
porque veo al final de mi rudo camino
que yo fui el arquitecto de mi propio destino;
que si extraje la miel o la hiel de las cosas,
fue porque en ellas puse hiel o mieles sabrosas:
cuando planté rosales coseché siempre rosas.
Cierto, a mis lozanías va a seguir el invierno:
¡mas tú no me dijiste que mayo fuese eterno!
Hallé sin duda largas las noches de mis penas;
mas no me prometiste tan sólo noches buenas;
y en cambio tuve algunas santamente serenas... 
Amé, fui amado, el sol acarició mi faz.
¡Vida, nada me debes! ¡Vida, estamos en paz!

En paz - Amado Nervo




Aún llegaban los sonidos de la calle. Pasos apresurados, risas escandalosas, el canto desafinado de señoras achispadas. En la radio repetían tozudamente las eternas predicciones de una lluvia que se resistía a inaugurar un año algo más fresco. Juan se había preparado para flirtear con esa noche presumida.
De un envoltorio de papel de seda, extrajo una bata de raso azul, exquisita. En el ángulo superior izquierdo aún brillaban en hilos dorados sus iniciales. La extendió frente a sus ojos y con sus pupilas humedecidas y la mirada borrosa traspasó la tela y surfeó el tiempo.
En instantáneas de luminosos colores se remontó al encuentro de aquel recuerdo, cuidado con el mismo esmero que al envoltorio de seda. Angélica había sido muy clara en su dedicatoria: “… la estrenaremos juntos. Feliz año, amor…”.
Fue lo único que pudo salvar aquella noche. La explosión lo había arrojado varios metros tras la ventana. No lo recordaba, pero cuentan que no podían abrirle los brazos para quitarle el paquete, que de milagro estaba intacto y apretujado junto a su pecho. También le repitieron una y otra vez que Angélica no se enteró, que su muerte fue instantánea.
Ya en paz con su alma y con la muerte, sirvió dos copas del espumante que más le gustaba a ella, le agregó unas inocentes gotas de arsénico y bebió ambas como cálices sagrados, muy lentamente. Se arropó con las azules caricias del raso y se acostó con Angélica en su cuerpo, como antes, para siempre.


Copyright © 2014 Laura de la Peña

martes, 21 de enero de 2014

EN EL ARROYO

Foto: Atardecer en el Yaguarón- Fotografía de Mariana Marziali (copyright, 2011)

Tendido sobre el pasto, descubierto, con frío y aún borracho, abrió los ojos. Desde el piso veía las ramas de los árboles entretejer figuras oscuras, doradas, informes. Mal comido y con la humedad del piso calándole los huesos se puso de pie. Hambre de una vida. Hambre. Pocas cosas conocía Jacinto más que el hambre.
Bajaba bruscamente la temperatura. Agrandado, rojizo y con una lentitud exasperante, detrás de una lejana hilera de sauces y de abetos, del otro lado del arroyo el sol iniciaba su descenso.
Sobre la orilla, con un cansancio compartido, las tres mujeres empezaban a juntar sus cosas. En el tacho, solo había un par de dientudos. Demasiado poco para alimentar a la prole. Esta vez, el arroyo, bien mezquino, no soltó más presas.
Esa mañana, cuando despertó una de sus hijas, Dominga ya llevaba algunas horas de polvo en sus pies. Había acomodado los cacharros en los cajones de madera antes de juntar las hojas que el viento se empecinaba en esparcir por toda la pieza. Aprovecharía el arroyo para lavar la ropa de sus nietos. Un día como tantos. Uno más.
Dominga era de baja estatura, corpulenta, de piel trigueña y quebrada. De mirada oscura y distante, era una mujer sin abrazos, sin marido. Dios no había querido darle un hijo varón. Dios sabe por qué hace las cosas. Con un mate cocido y un pan en la panza, ella y dos de sus hijas habían cargado el tacho, unas cañas y lombrices como carnada.
Ahora, en el fondo del roído tacho, solo hay un par de dientudos. Ahora… ¿cuánto hace que es ahora para ella? Ninguna posibilidad de detenerse. Vivir en un eterno ahora. Ahora solo hay esto para comer… ahora somos muchos… ¿y antes? también. Mañana veremos, cuando sea nuevamente ahora.
                Jacinto atravesó los pajonales con trancos desparejos, desequilibrados. A mano limpia, metido hasta el torso en el arroyo, intentó sin suerte encontrar algo para comer.  Ya no le quedaba casi luz. Como siempre daba tumbos a oscuras por la vida. Pensó en un trago, tal vez una buena hembra. Una hembra que le quite el hambre.
                Creyó ver de frente, algo que se movía a la distancia. El viento le acercó  un murmullo y el olor a pescado fresco. Tendría que hacerlo de nuevo.
                Dominga apuraba el paso. Sus hijas se le adelantaron cantando algo incomprensible.
                Agazapado y en penumbras, Jacinto se escuchaba a si mismo respirar entrecortado. Se concentró como pudo para no espantar a sus presas. Detuvo hasta sus sueños.
                Como un gato montés en celo se abalanzó al paso de la primera mujer. En el revoleo, las manos de la muchacha pudieron asirse de una rama. Se oyeron gritos como gruñidos feroces. Con la blusa desgarrada, la pollera levantada, herida y muy confundida, la joven no lograba asestarle ningún golpe. Jacinto la tenía fieramente con una mano por el pelo mientras con la otra tanteaba dentro de sus propios pantalones.
Dominga no lo dudó ni un segundo. Tomó la botella del agua, la quebró sobre una piedra, jineteó sus propios pasos a la velocidad de un pura sangre y se la incrustó de un solo intento en la yugular.
Dios lo quiso así. Ahora, había que encargarse de multiplicar la cena.

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domingo, 19 de enero de 2014

UN PEQUEÑO PASEO



A
quella tarde me había dado por revolver fotografías viejas. De una caja bastante desvencijada tomé una foto al azar. Me quedé pensando “¿cuánto habrá de azar si siempre miro la misma foto y es esa siempre la que queda por encima de las otras?”. Pequeña, como las copias de antes, con los colores envejecidos, la imagen lograba hipnotizarme: entre un grupo de chicas, yo adolescente y enamorada.
Extrañaba mi casa, mi barrio, mi infancia.
Me tentó regresar. Así nomás. Ponerme las botas, el abrigo encima y salir de inmediato. Desandar el camino y coquetear con la máquina del tiempo.
Y así lo hice.
Ni bien bajé las escaleras del puente de avenida San Martín tuve que liberar mi alma. Como cuando uno suelta al perro para que corra por el parque. Se me salía del cuerpo, no pude contenerla.
Me arrastraba como si estuviera atada a ella. Tiraba con tanta fuerza, que hacía que me agitara.
Una vereda tras la otra; de un lado al otro en una calle todavía adoquinada y siempre vacía. Mis pasos hacían eco. Las mismas casas; los mismos árboles y nuevos amores tallados en sus troncos.
Más o menos a la mitad de la cuadra pude detenerme. Mis pies latían dentro de mis botas. Mis manos transpiraban. Tuve que quitarme el abrigo. Mi ropa estaba húmeda.
Del bolsillo de mi chaqueta saqué la foto. Estaba muy borrosa y bastante arrugada. Me reflejé en ella como lo había hecho tantas veces, sin embargo esta vez fue diferente.  
En la foto estaba parada, frente a mi casa de entonces,  con el gabán en la mano, con botas y la ropa arrugada. Me vi como en un espejo sucio. Tal como me vería si hubiera tenido uno en ese momento. Mi rostro, difuso, dejaba ver algo de asombro y una increíble claridad en la mirada dirigida sin piedad al foco de la cámara. Me miraba profundamente. Comulgamos unos segundos.
Una ráfaga de viento me la quitó de las manos. La vi planear unos metros entrando por el pasillo de mi casa. La corriente la elevaba y la volteaba casi como si jugara con ella. Estiré mis brazos y avancé para poder retenerla. Se me escapaba. Di un par de pasos más largos y finalmente lo logré. La tomé bien fuerte con mis manos.
Sorpresivamente al agarrarla el viento la elevó aún más. Sentí el cuerpo más liviano. Comencé a despegarme del piso. Al principio fueron solo unos centímetros. La brisa nos llevaba de un lado al otro por el pasillo. ¡Era fantástico! Y con el siguiente aire nos elevamos un poco más. Pude ver por encima de la medianera el patio de mi casa, la parra de uvas chinche, las azaleas de mi madre increíblemente en flor, las alegrías del hogar de todos los colores.
 Voltee la cabeza y desde esa posición podía ver la calle y la puerta de entrada desde donde había ingresado. Y me vi allí, parada, de botas altas, con el abrigo en la mano y una foto en la otra, viéndola como extasiada.
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jueves, 16 de enero de 2014

MORIR EN MAYO

Amo este relato. Es uno de los primeros que hice. Lo comparto. Ojalá a ustedes  también les guste.

El alivio que tú y yo sentiremos en el instante que precede a la muerte, 
cuando la suerte nos desate de la triste costumbre de ser alguien y del peso del universo.
J.L.Borges – Tríada (fragmento)

Foto: Alfredo Gómez Cerdá - www.almezzer.com/blog

Cuando abrí los ojos no pude más que compadecerme de mí misma. En un instante supe que ya todo estaba echado. Mi suerte y mi desgracia se habían encontrado. 
Las luces llegaban vagas y difusas, y la brisa helada contribuía a entumecer aún más mis piernas, heridas, lastimadas, doloridas.  Allí estaban, apenas a unos pasos, las luces de la casa de mi tía. Los olores se mezclaban: tierra, barro, sangre y pastizales con sabrosos misterios culinarios. Inalcanzables. 
Esa misma mañana nos hablamos y la oí feliz, excitada y contenta. Tenía mucho para contarme. No podía hacerlo por teléfono. Me esperaba a cenar. Prometió prepárame mi postre favorito. Prometí quererla, un poco más. 
Desde temprano rondaba en mi cabeza la idea de llamarlo, y casi lo hago. Tal vez más tarde. “Sí, cuando salga de la fábrica lo llamo”. 
Toda la mañana soportando a la gorda. Esa mina que se cree que por ser la encargada es la dueña de todo. “Un día de estos me va a escuchar y va a tener que aguantar que le cante una cuantas”. 
Por suerte, en el comedor estaban las chicas, siempre alegres y chistosas que todo le hacen pasar a una. Rosita contó que esta vez va en serio y que fijaron fecha con Ramón. Él es tan bueno y ella tan agradable que no pude más que festejar a los gritos por tanta alegría.
—¿Y vos? ¿Te arreglaste con el fulano? —dijo la Marta— Mirá que si no lo agarrás vos, se lo queda otra. 
No pude más que sonrojarme y titubear la respuesta —No, todavía no. Tal vez lo llame esta tarde, no sé, vamos a ver. 
El solo hecho de imaginar su voz, lograba chispazos en mi alma y, para qué negarlo, mucha incertidumbre. ¿Habrá pensado en mí todo este tiempo? ¿Tendrá ya una nueva novia? 
Cacho me contó que lo vio la otra noche, caminando por la avenida, solo, con su perrito, y que se le acercó y le preguntó por mí. Me mandó un beso. Un beso… Casi me desmayo. 
—Hoy no voy con ustedes a la salida, voy a tomar el 79 a San Vicente. Me esperan en la casa de mi tía. 
Aún con la sirena sonando, fiché y en un tris ya estaba en la calle. Pasé por lo de doña Elena y le pedí dos pesos de esas galletas que son tan ricas para el mate. Si llego temprano, vamos a poder matear un rato, seguramente. 
Al llegar a la esquina tuve que correr para lograr subir al colectivo, que se llenó, como todos a esta hora. Hora pico que le dicen. 
No imagino qué será lo que tiene la tía para contarme. No quiso adelantarme nada, pero qué contenta se la oía esta mañana. 
Por fin me siento. El viaje es largo y los pies no son ajenos. A mi lado, el muchacho que ya estaba sentado me observa, me recorre con su mirada. Logra inquietarme. Lo miro. No lo conozco. 
Casi adormecida, reconozco la esquina y de un salto llego a la puerta para no pasarme. 
—Disculpe ¿qué calle es esta? —me increpa el muchacho que saltó detrás de mí también hacia la puerta —Lorenzini —le indico— Gracias, aquí tengo que bajar también—dijo. 
Ya está anocheciendo. Aún tengo que caminar 10 cuadras y cruzar la estación. “¡Qué temprano anochece en otoño!”.  
La gente va llegando a sus casas, y las calles se observan desoladas. 
Al cruzar una calle, me pareció ver que alguien se ocultaba detrás de un árbol. Apuro el paso. Ahora siento sus pisadas demasiado cerca. Decididamente corro. Inicio una carrera sin siquiera voltear mi cabeza para no perder tiempo en el movimiento. Confirmo que sus pasos, ya sin disimulo, se han lanzado en mi misma dirección. 
Ya casi en el descampado previo a la estación del tren, distingo la casa de mi tía. Sus pasos se sienten aún mas cerca. Respiro agitadamente. Tomo aire a bocanadas. Consigo dar dos trancos que me ayudan a trepar el terraplén cuando siento su aliento y sus manos alcanzando mi cartera. Caímos ambos. Desde el suelo forcejeamos y pude reconocer el rostro de aquél que me inquietaba en el viaje. Su mirada, sin verme, me traspasó el alma, al igual que su navaja lo hacía en mi vientre y en mis costillas repetidas veces. 
Grité… o creí hacerlo. Pero a la vez supe que mi silencio se fundía con el frío paisaje de mayo. 
Sin ningún resultado intenté moverme, pero el fuego que emanaba de mis heridas paralizaba mi voluntad, calentaban mis ojos y enrojecía mi vista, con la que apenas distinguía sombras. Aun así, mi cuerpo se movía. Estaba siendo arrastrada. Ya sobre las vías, pensé en el beso y recordé que no lo había llamado. 
Quise resistir a la penumbra que invadía mis sentidos desesperadamente.
Pero mi suerte estaba echada y el tren, a lo lejos, me invitaba a un eterno e irremediable viaje.

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lunes, 13 de enero de 2014

MEMORIAS DE MI PRÓXIMO VIAJE


"Si Armilla es así por incompleta 
o por haber sido demolida, 
si hay detrás un hechizo 
o sólo un capricho, lo ignoro. "
Italo Calvino - Las ciudades invisibles - (fragmento)

Ya no recuerdo cuando comencé. Se difuma en mi mente el inicio. Pero desde entonces vaga mi mente errante por indómitos lugares.
Pronto amaneceré en Hierápolis y comulgaré con dioses de otras lenguas. Andaré por sus calles y sus templos. Y tal como me sucediera en mi travesía por Babilonia, me sobrecogeré al contemplar sus eternas y fantasmales cascadas, en donde sus aguas, como leche materna, son vertidas directamente por Hygeia, hija de Apolo, para la sanación y regocijo de su pueblo.
Atesoraré en mi memoria cada detalle: sus grandes formas redondeadas; su arquetípica disposición en abanicos superpuestos; el incesante fluir de su tibio maná.
Sobrevolaré sedienta sus brumas matinales.
Me sumergiré en su tiempo y soñaré sus misterios.

Copyright © Laura de la Peña
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domingo, 12 de enero de 2014

UN DAVID


"...Entonces David tomó la cabeza del filisteo y la trajo a Jerusalén,
y puso las armas de él en su tienda..."(1° Samuel 17.54)

Aún aturdida por el estruendo del disparo se apoyó en la pared, se deslizó hacia el piso y soltó el arma. El sonido le había producido un vacío en la cabeza que no la dejaba pensar. Miró su cuerpo y se reconoció en él. Era ella. Lo había hecho.
En la eternidad de los primeros minutos, reconstruyó algo desordenados sus actos recientes, luego vio proyectada la síntesis de una vida miserable. Sin lágrimas, sin aliento.
Tuvo que esperar a que se durmiera para envalentonarse sobre los castigos recibidos, y tomar su propia arma. La misma que usó para atemorizarla a ella y a sus hermanos durante tantos años. Y como un reencarnado David, hirió de muerte a un Goliat desprevenido, borracho y cansado.
Hubo que soportar por siglos el asedio, el oprobio, los maltratos y las interminables golpizas. Pero como en las sagradas escrituras, Dios no lo permite todo. También a ella le dio la vida. También a ella la hizo a su imagen y semejanza.
Aún en cuclillas sobre la pared veía como la sangre de un padre pervertido, fluía mansa y sin alma por las sábanas mugrientas. 
Cuando logró finalmente respirar, exhaló un aire envilecido y rancio: suspiro de una gloria y de mil penas.
Sus hermanos, cual el pueblo de Israel, iban llegando uno a uno a festejar el triunfo.

En su Babilonia natal, la joven tal vez tenga la posibilidad de cumplir su mandato de vivir.

CORRESPONSAL EN SANTIAGO DEL ESTERO - 13/12/13 - 11:10
Una joven de 16 años asesinó a su padre con un disparo en la cabeza, cansada de ser ultrajada durante años. La historia se desencadenó en Babilonia, una pequeña localidad del departamento Pellegrini, en el norte de Santiago del Estero

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