miércoles, 8 de octubre de 2014

LA LOCA DE AMOR




LA LOCA DE AMOR

En memoria de Rebeca Méndez Jiménez

En el muelle se escuchan los rumores del viento, se te pega la sal en la cara y las olas forman dibujos endemoniadamente bellos.  Los hilos dorados del atardecer se cuelan por los ojos, te atraviesan y te obligan a echar raíces. Es mágico, pero corres riesgo de no querer irte nunca más.

Llegué al muelle atraída por una leyenda, la de Rebeca, la loca de amor.
Dicen que Rebeca esperó por más de cuarenta años a su amor, vestida de novia, porque le había prometido que a su regreso se casarían.
Unos dicen que un tal Manuel, embarcó cuatro días antes de la fecha del prometido casamiento y zozobró en alta mar. Que ella lo esperó cada día vestida de novia en la punta del muelle para que él la reconociera al regresar. Que Rebeca fue perdiendo el juicio, lentamente.

Otros, en cambio, tienen por conocida otra historia:

― ¿Laus, estás ahí? ―susurró Rebeca mientras asomaba de entre las sábanas revueltas sus muslos morenos y su ensortijada cabellera algo encanecida.
―Sí, mujer, ― contestó Ladislao― estoy ensobrando los aretes y terminando los preparativos para llevar la mercadería al puesto. ¿Tienes hambre? ¿Quieres comer? Pues debo ir a la venta en la plaza para conseguir los dineros. A ver si logras recomponerte hoy. Hazme el favor y salte de la cama de una vez.
―Ya, corazón. Dime, ¿nos casaremos pronto?
―Nos casaremos, claro que nos casaremos. Espérame aquí, que pronto nos casaremos―prometió una vez más Ladislao.
Rebeca sostuvo la mirada perdida por algunas horas, sin salir de la cama, imaginando una vez más cómo sería ese tan ansiado día.
Había deseado por años oír esa frase. Y cada día la escuchaba como si fuera la primera vez. Cada vez que Ladislao repetía su promesa, los ojitos de Rebeca brillaban y sonreía con todo el cuerpo.
Amaba a sus hijos, pero ya casi no recordaba sus rostros. Llego a San Blas, dejándolos pequeñitos al cuidado de la abuela, en busca de trabajo y sustento. Les había prometido padre y padre les llevaría. ¿Estará grande mi Blanquita? Ha de ser ya toda una señorita… ¿Qué edad tendrán ya mis pequeñitos? Desalmados con mami que no me vienen a ver. Mami prontito irá y les va a llevar regalos y dulces para todos… y un papito. Sí, sí señor. Y papito nos va a querer a todos. A todos, toditos.
Dicen que había llegado hacía ya unos años, desde Guadalajara.
Cuando Ladislao la encontró, estaba sentada en la punta del muelle, con su bolsita, extasiada con el mar y repitiendo <<ya viene mi amor… mi amor mañana va a venir en barco>>.
Ladislao, Laus como ella lo llamaba, era un apuesto surfeador devenido en vendedor de chucherías y contrabandista de poca monta. Su casa, sobre el mismo muelle, era el único lugar que Rebeca aceptó vivir. Solo tenía consigo un vestido de novia, arrugado y viejo en su bolsita, y una mala foto de sus hijos aún pequeños.
Con el tiempo, Rebeca empezó a mostrar sus canas, y a enamorarse perdidamente de Ladislao. Cuando el salía a vender, era frecuente verla atravesar las calles en dirección a la iglesia, vestida de novia,  diciendo <<ahora sí, ya me dijo Laus que lo esperara en la iglesia con mi traje de novia porque ahora sí nos vamos a casar>>.
Dime Laus, ¿me quieres? ¿cuánto me quieres? Cuando nos casemos quiero traer a los niños. Me haría muy feliz que pudiéramos traer a los niños.
Cuentan los parroquianos que un mal día Ladislao no volvió de su habitual venta callejera. Un automóvil lo había atropellado y a los pocos días falleció en Tepic, una ciudad cercana. Rebeca lo esperó, como siempre, con su vestido de novia, sentada en el muelle, con los pies colgando hacia el mar, lista para ir a la iglesia.
Con el correr de los días, urgida por el hambre y en su afán de encontrarse con Laus, Rebeca salió a vender primero sus chucherías y luego dulces para los niños, que tanto le recordaban a los suyos. Alternaba el muelle con el malecón, entre dádivas, promesas y burlas de todo tipo.
<<No, no. Yo le dije que con le esperaría con este vestido y lo voy a esperar con este vestido, por si él vuelve, para que no se fuera a equivocar>>.
Nadie pudo sacarla de la casilla en la que se transformó el hogar de Ladislao. Nadie pudo entablar otra charla con ella que no fuera la eterna espera de su amor.
Las vueltas de la vida quisieron que su hija Blanca la encontrara, con la mente perdida y sin ninguna posibilidad de reconocerla, cuando habían pasado ya casi 40 años que había salido a buscar amor y un padre para ellos.
Dicen que Rebeca no falleció en el muelle, sino muy lejos de su eterno lugar. Murió de amor y de locura.

Hoy, al caminar por estas piedras y asomarme al bravío mar, veo que la espuma de las olas dibuja caprichosamente contornos femeninos. El sonido de las olas en retroceso suena como tal vez lo hubiera hecho la risa de Rebeca. Cada ola rompiendo en el malecón trae consigo la voz de Ladislao con la promesa eterna de casamiento. En el horizonte, las nubes dan una danza lenta y ceremonial invitando al amor y a la dicha perpetua.

Dan ganas de quedarse eternamente, aquí, en el muelle de San Blas.

Copyright © Laura de la Peña
(todos los derechos reservados)

2 comentarios:

  1. Me pregunto Cuántas historias habrá de este tenor. Me gustó

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  2. Esta historia si tiene coherencia con la canción de Mana aunque las personas que enloquecen o locas no comercian con nada, no pueden, les falta esa facultad, por lo menos no sistematicamente. Me gusto saludos desde Venezuela.

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¡Hola! Ante todo gracias por haberte tomado esos minutos para leerme.
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