sábado, 17 de mayo de 2014

ENTRE EL CIELO Y EL INFIERNO

Las leyes del Cielo y del Infierno son versátiles.
Que vayas a un lugar o a otro depende de un ínfimo detalle.
Informe del cielo y del infierno - Silvina Ocampo

I
La habían llamado temprano. Encontró el mensaje en el contestador automático: –‘Hola, Julieta, mami llega esta noche. Nos encontramos donde siempre para ir todos juntos.’
El mensaje la disgustó. La última vez que salieron con ‘mami’ por poco caen en cana, chocaron la moto y les robaron toda la merca. Había decidido no participar más en esas salidas e iba a decírselos claramente.
Esa mañana había visto un escrito en la calle que decía: “Loca carrera al cielo” que probablemente fuera una nueva película o quizá una banda de rock. Pero le hizo recordar que cuando era una niña el cielo para ella era un lugar mágico: pensaba que las personas que iban al cielo lo hacían dentro de enormes aviones. Creía que hacían viajes fabulosos a otros mundos. Nunca supo de alguien que fuera al infierno y sí de los que se iban al cielo, así que siempre pensó que esa parte de la historia era mentira. Alzó la vista y se detuvo a contemplarlo y a imaginar una congestión de almas abonando peaje en el purgatorio. Su propia sonrisa la trajo de vuelta. Muchas cosas no eran como se las habían contado.  Pero aunque el cielo y el infierno no aguardaran por nosotros, las elecciones en este mundo había que hacerlas de todas maneras.
Hablaría con la barra. Elegiría las palabras. No quería ofenderlos.
Esa noche la esperaban en la parroquia. Pronosticaban mucho frío y saldrían a recorrer las calles con abrigos y sopa caliente. Se preguntaba qué es lo que hace que la vida sea a veces tan miserable con algunos y se ensañe con ellos con tanta crueldad.
Mientras cocinaba las verduras para la sopa, iba lavando el arroz. La vista se le fijaba en cada grano a la vez que buscaba cuidadosamente las frases con que aclararía las cosas con sus amigos, cual alegato final.
El agua se derramaba por el cuenco… el arroz se escurría por el desagüe… su mente no detenía el tiempo.
Cerró el agua, recogió el arroz desparramado, se secó las manos, apagó el fuego, tomó las llaves, salió con decisión.
Entró al barrio por el callejón abierto. Por ese camino la conocen todos. A pocos pasos encontró a Claudia, al pasar por la salita se juntaron Matías y Mariana y a la vuelta de la esquina ya se le había sumado casi todo el grupo. Entraron en lo del turco. La escucharon con atención. Fue clara. Estaba haciendo su elección. La amistad no estaba en juego.
El turco destapó la primera cerveza y Claudia encendió el primer porro.

II
El impacto se oyó a cientos de metros de distancia. Algunos pobladores incluso habían visto el accidente.
A esa hora la ruta casi siempre está cubierta de neblina. Pocas son las almas que se aventuran a transitarla.
El silencio de un eterno compás de espera seguido de los sonidos más desgarradores daría comienzo a un dantesco movimiento.
Atravesando un denso cuerpo de humo, un camionero saltaba las vallas de la ruta para ayudar a las víctimas.
Ópticas, pedazos de faros, vidrios rotos, chapones, bolsos, carteras, humo, mucho desconcierto.
Sin poder comprender la distancia recorrida pudo ver a dos muchachos que se ayudaban uno a otro a incorporarse. Estaban del otro lado de la ruta y a más de cincuenta metros de distancia. 
Debajo de los despojos de un Fiat Siena, aún lejos de alguna mirada salvadora, entre chapones retorcidos y calientes Julieta pudo ver los zapatos del camionero pasar muy cerca suyo.

III
Entre sueños escuchó voces; algo de un accidente en una ruta. Hacía esfuerzos para despertarse y oír mejor, pero solo conseguía retener palabras aisladas: jóvenes…  Fiat … parejita… de frente… cocaína… Seguramente se había quedado dormida y la radio estaría dando las noticias, trágicas y escabrosas, como siempre. Hacía mucho esfuerzo, pero no lograba despertarse. Caía nuevamente en un sueño muy profundo. Tampoco podía moverse. El sueño se la llevaba.
No distinguía los dolores de su cuerpo. Un solo e inmenso dolor de fuego la atravesaba completamente. Escuchó más pasos e intentó gritar. Pero no pudo tomar más que una mínima cantidad de aire y apenas se escuchó ella misma en un jadeo de muerte. La realidad se oscurecía y la cubría de sopor.
Recordó el arroz y un profundo olor a sopa le acarició el alma. Tenía que apurar la cocción. Debía estar lista antes que anocheciera. Seguramente habría olvidado alguna ventana abierta, el frío le estaba entumeciendo las manos y no sabía cómo hacer para agarrar la olla. A las ocho de la noche iban a pasar a buscar los frascos de sopa. Debía hacer algo con sus manos… y con sus pies: un rarísimo dolor punzaba sus plantas, eran pinchazos que la distraía y no la dejaban terminar la cena. Seguramente faltaban pocos minutos para que vengan a buscarla y aún no la había colocado en los potes servidores. ¡Estaba sonando el timbre y ella no había terminado!

IV
Un estremecedor ruido de sirenas y frenadas volvió a encender las luces en este costado de la vida. De nuevo pudo ver pies bien calzados pasar muy cerca de ella en todas direcciones. Sin poder unir este escenario con la cocina de su casa, ni este olor a muerte con la sopa de arroz, la oscuridad volvió a llevarla lentamente.
Un grupo de paramédicos se acercó porque les pareció ver a alguien dentro de lo que quedaba del auto totalmente retorcido al borde de la ruta.
–Si nos escucha, por favor díganos su nombre.
–Julieta –llegó a decir antes de volver a desmayarse ya casi sin signos vitales.

V
El padre Juan fue el primero en entrar a la sala en la que daría el responso. Su amiga se le había vuelto a soltar de la mano, una vez más y para siempre.

Se preguntaba qué es lo que hace que la vida sea a veces tan miserable con algunos y se ensañe con ellos con tanta crueldad. Seguía sin encontrar las respuestas y estaba seguro de no hallarlas nunca.


Copyright © Laura de la Peña
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