domingo, 21 de septiembre de 2014

EL VIEJO




Viejo. Hoy se vio realmente viejo. Ya casi sin remedio. Había notado que su cara se reflejaba vieja, ajada, quebrada, casi muerta. Ese espejo miserable, como todo lo que lo rodeaba, le devolvió la imagen de la muerte. Una muerte hacia la que iba inexorablemente. Su cara se había consumido. Ese rostro ya no le decía nada. Por un segundo esforzó su memoria para recordarse, recobrarse a sí mismo. Hace tanto ya de su última sonrisa. ¿Cuándo fue? ¿La noche de su cumpleaños? ¿Pero cuál? Sesenta, setenta… tal vez solo cincuenta. Da lo mismo. Este infeliz espejo no lo ha registrado. Esta pieza oscura y maloliente solo alberga noches de hambre, miseria, frío.
Desde que llegó el pibe, sus horas estuvieron acompañadas. No él. Tanto trabajo para nada. Estos pibes son unos desagradecidos. Uno se desloma para sacarlos de la mierda pero no hay caso. Son mulas. Rocas demasiado duras de pulir.
Antes, hace un incierto tiempo, cuando el cuerpo aún le respondía, solía deambular por las estaciones. Los trenes supieron ejercer en él una mística y una fascinación irreales.
Tanta gente llegando de alguna parte, yendo a algún lugar. Cargando sobre sí apuros y contratiempos que disfrutaba imaginar: ejecutivos trajeados a punto de llegar tarde a la firma de un gran contrato millonario, mujeres apuradas por llegar a sus trabajos preparando en sus cabezas las mentiras que dirán ese día, a sus jefes, a sus maridos, tal vez a algún amante.
Toda esa gente le producía fascinación y repulsión a la vez. Gente de mierda que jamás me vio ni me miró al darme sus sucias monedas, con impecables manos blancas. Gente de mierda.
El golpe de suerte vino cuando logró que le permitieran dormir en esta pieza, ya hacía unos años. La compartió por un tiempo con otro viejo que mantenía los juegos del parque de diversiones, hasta que se murió. Lo ayudaba, le alcanzaba las herramientas, y limpiaba una y otra vez el lugar. Había aprendido a mantener calibradas las hamacas voladoras. Esas eran las que más le gustaban. Sus ocho puntos de velocidad, a puro golpe de palanca. Y pensar que nunca pude subirme a ellas. De solo pensarlo, me moría de miedo. Cobrarles los boletos, sentirlos tan cerca al pasar, de a uno, ver sus caras, respirar sus ansias de volar, de sentir el viento en la cara. Oler sus frescos perfumes, sus impecables vestidos. Siempre lo mismo y siempre distinto.
Cuando encontró al pibe, pensó tal vez en el hijo que no tuvo. Hubo otros pibes, pero este se le enquistó, se le prendió como garrapata, desesperado y desvalido. Sus ojos, extremadamente negros, que ya no eran inocentes, daban más pena que otros. ¿Ocho? ¿Diez? ¿Cuántos años tenía el pibe? Lo necesito para laburar, pensó, yo solo no puedo con todo. ”Pibe, te venís conmigo“, le dijo una noche en la estación Retiro. “Vamos, apurate que te llevan”, arrastrándolo de un brazo, y los oficiales que se acercaban garrote en mano. Acá en esta pieza le domé las mañas. Le torcí ese puto destino que le esperaba en la calle. Acá, en esta pieza, comida no le faltó. Costó, pero aprendió. Palizas no le faltaron. Lo que no se aprende a los golpes, no entra, no hay caso.
Al principio aprendió a limpiar, primero la pieza y con el tiempo, las máquinas de los juegos, los asientos, las maderas, los pasamanos. Ese sería el trabajo del pibe, mantener limpio el lugar para que otros lo ensucien, para volver a limpiarlos, para que otros lo ensucien, para volver a limpiarlos, para…
En ocasiones, lo hacía subir a las hamacas voladoras para probar el mecanismo. Agradecido debía estar. Ese mal nacido debía besarme el trasero. Cuantos quisieran ya estar en su lugar.
Ya hacía unos días que no podía con su pierna y la arrastraba. Las manos tampoco le respondían como antes. Las cadenas, la grasa, los engranajes, ya todo le costaba el doble. El pibe tenía que ir tomando su lugar. De a poco. Pensó en el hijo que le hubiera gustado tener…
Hoy le pidió que ajuste los engranajes y engrase las cadenas de las hamacas. Lo hizo solo. Parece que esta vez el pibe pudo. ¿Quedó bien?, y el pibe asintió con la cabeza. Sin golpes, sin coscorrones, sin reprimendas. Hice un buen trabajo. Me lo tengo merecido.
Yo cobro los boletos y vos manejá las hamacas. De a poco le vas dando a la palanca, suave, sin pasarte del punto seis. Mirá que te voy a estar mirando. Cualquier cosa me avisas. ¿Podes?, y el pibe lo rozó con la mirada y asintió casi con una sonrisa.
Desde temprano había cola para subir. En quince minutos abrimos, dale, preparate, ¿revisaste todo?
Dos señoras regordetas y pituconas, una joven de cabello rubio, un señor gordo, una niña y su madre con un hermoso sombrero… Todos, boleto en manos, con  enormes sonrisas nerviosas. Estaban por entrar a las hamacas voladoras. Al alzar un poco más la cabeza, más y más personas estaban y circulaban por el parque. La música y la algarabía crecían exponencialmente.
¡Adelante! Todos con los boletos en la mano, en fila. Por acá por favor, adelante, pase.
Manos con boletos sin rostros. Pies con zapatos ajenos. Gente. Zapatos. Boletos. Y el último.
Cerró la pequeña entrada con una soga colorida. Estos zapatos esperarán unos minutos más. Ahora tendrá tiempo hasta la próxima vuelta. Las hamacas habían empezado a rodar. Contó el dinero, acomodó los billetes, los enfundó en la enorme billetera.
Miró al pibe, ¿todo bien?, el pibe asintió.
Las hamacas estaban girando. Más lento, deberían ir aún más lento. Miró al pibe, ¿pasa algo?, el pibe movió ligeramente la cabeza. Nada, está todo bien. Miró la rueda en las alturas, las caras al viento, pelos y pañuelos al viento, miradas al viento. Algunos gritos nerviosos y un ruido de cadenas, y otro ruido. Algo no andaba bien. Demasiada velocidad.
¡Te dije que más lento! Debías empezar más lento. Te lo dije. ¿Qué está pasando? ¡Bajá la velocidad! ¡Qué pasa!
Comenzó a caminar hacia el pibe.
Ahora un terrible ruido de engranajes y cadenas y fierros y gritos, por todos lados gritos, espanto y miedo. Quiso correr. Tal vez si alcanzara el mando del tablero… pero el pibe a los gritos esta vez sí lo miró y gritó enloquecido:
“¡Vení, viejo de mierda, vení! ¡Vengan, gran puta, me queda todavía un punto más!”
No atinó más que a rezar y llorar y abrazarse a esa gente que veía cómo los carros caían y se apilaban y fierros y caras y zapatos y sueños.

(Recreación del cuento Las hamacas voladoras de Miguel Briante)


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domingo, 14 de septiembre de 2014

LA CONDENA








Una mañana cualquiera despertarás y verás al lado de tu cama a los emisarios de la muerte,
comunicándote que estás detenido –aunque por el momento seguirás en libertad-.
Te informarán que se iniciará un proceso sobre ti y que conocerás los cargos a su debido tiempo.





Mi padre una vez me dijo que lo único que se persigue en la vida es la muerte, que vivimos simplemente para darle sentido a una eterna e incontrastable muerte. Que nos encontramos sumergidos en una existencia absurda, en el filo de la navaja entre la vida y la nada.

Claro, cuando supe de esa frase, aun con la virginidad intacta, mi sangre bulliciosa y caliente no me permitía comprenderla en toda su amplitud.

Los días por entonces se sucedían veloces, de frente, los sentía en el rostro como el viento que reciben los actores en esas películas de cine, cuando montan elegantes y costosísimas motos.

A poco de ingresar al mundo de los grandes, todos mis sentidos se fundieron en la mirada de Franc, un bohemio lleno de promesas y proyectos. Su música, aún nonata, bullía en su interior y brotaba de su cuerpo en forma de embriagadores  besos. Sus poemas, aún no escritos, los esculpía sobre mi cuerpo, y moldeaba cada una de mis palabras a su antojo.

Anestesiados y mareados por nuestros propios vapores y sudores, vimos nacer el primer hijo. Parirlo fue firmar al pie del contrato con la vida la garantía irrevocable de mi muerte. Tal vez en ese instante empecé a comprender aquella frase con la que me sentenció mi padre, aunque no estoy del todo segura.

Luego, los hijos se fueron sucediendo, a espacios temporales regulares cargados de angustia y de una espantosa miseria. Algunos crecieron entre nosotros como pudieron, otros no. A la cuarta, una niña regordeta y chillona, se la dimos a Hanna, a la que no le crecía ningún hijo y a nosotros empezaban a sobrarnos. Solo nos sobraran hijos, los que siguieron llegando y a los que tuvimos que ir ubicando.

Finalmente la música de Franc se hizo cierta y brotó de él ya en forma de sonidos y de acordes, pero se había vaciado de besos; sus manos ya no esculpían sobre mi cuerpo, se ocupaban de escribir poemas y canciones. Las horas de su tiempo eran solo destinadas como abono de su creación. Por las noches, en la cama, redimía sus ausencias y me anclaba a su costado con un poder asombroso.
Pero nada saciaba ni mi sed ni el hambre de los hijos, esos hijos que nos nacieron a los dos pero que solo a mí me obligaron a firmar ese pacto anticipado con la muerte.

Sus trabajos eran muy escasos, un par de alumnos y esporádicas presentaciones en bares y tabernas. La paga no siempre era en billetes, a veces canjeaba su música por panes o carnes para el almuerzo. Otras veces los hijos lo ayudaban con un número circense por el que pasaban la gorra. Mis manos fallaban ya desde hacía tanto tiempo que mis trabajos por hora ya no eran requeridos.

Una noche no volvió. Dicen que esa fue la mejor actuación que le habían escuchado, que una dama se le acercó y lo cubrió de pieles y promesas.

Los hijos que habían crecido flacos y con hambre se desparramaron por ahí. Se disolvieron en el aire, huyeron del espanto. Y no los culpo, ni los extraño, ni los siento, ni los quiero, ni los perdono. Se marchitarán en mi mente como lo hace mi propio cuerpo, como se pudre mi piel sobre esta sábana roñosa. 

Copyright © Laura de la Peña
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