Viejo. Hoy se vio realmente viejo. Ya
casi sin remedio. Había notado que su cara se reflejaba vieja, ajada, quebrada,
casi muerta. Ese espejo miserable, como todo lo que lo rodeaba, le devolvió la
imagen de la muerte. Una muerte hacia la que iba inexorablemente. Su cara se
había consumido. Ese rostro ya no le decía nada. Por un segundo esforzó su
memoria para recordarse, recobrarse a sí mismo. Hace tanto ya de su última
sonrisa. ¿Cuándo fue? ¿La noche de su cumpleaños? ¿Pero cuál? Sesenta, setenta…
tal vez solo cincuenta. Da lo mismo. Este infeliz espejo no lo ha registrado.
Esta pieza oscura y maloliente solo alberga noches de hambre, miseria, frío.
Desde que llegó el pibe, sus horas estuvieron
acompañadas. No él. Tanto trabajo para nada. Estos pibes son unos
desagradecidos. Uno se desloma para sacarlos de la mierda pero no hay caso. Son
mulas. Rocas demasiado duras de pulir.
Antes, hace un incierto tiempo, cuando
el cuerpo aún le respondía, solía deambular por las estaciones. Los trenes
supieron ejercer en él una mística y una fascinación irreales.
Tanta gente llegando de alguna parte,
yendo a algún lugar. Cargando sobre sí apuros y contratiempos que disfrutaba
imaginar: ejecutivos trajeados a punto de llegar tarde a la firma de un gran
contrato millonario, mujeres apuradas por llegar a sus trabajos preparando en
sus cabezas las mentiras que dirán ese día, a sus jefes, a sus maridos, tal vez
a algún amante.
Toda esa gente le producía fascinación
y repulsión a la vez. Gente de mierda que jamás me vio ni me miró al darme sus
sucias monedas, con impecables manos blancas. Gente de mierda.
El golpe de suerte vino cuando logró
que le permitieran dormir en esta pieza, ya hacía unos años. La compartió por
un tiempo con otro viejo que mantenía los juegos del parque de diversiones,
hasta que se murió. Lo ayudaba, le alcanzaba las herramientas, y limpiaba una y
otra vez el lugar. Había aprendido a mantener calibradas las hamacas voladoras.
Esas eran las que más le gustaban. Sus ocho puntos de velocidad, a puro golpe
de palanca. Y pensar que nunca pude subirme a ellas. De solo pensarlo, me moría
de miedo. Cobrarles los boletos, sentirlos tan cerca al pasar, de a uno, ver sus
caras, respirar sus ansias de volar, de sentir el viento en la cara. Oler sus
frescos perfumes, sus impecables vestidos. Siempre lo mismo y siempre distinto.
Cuando encontró al pibe, pensó tal vez
en el hijo que no tuvo. Hubo otros pibes, pero este se le enquistó, se le
prendió como garrapata, desesperado y desvalido. Sus ojos, extremadamente
negros, que ya no eran inocentes, daban más pena que otros. ¿Ocho? ¿Diez?
¿Cuántos años tenía el pibe? Lo necesito para laburar, pensó, yo solo no puedo
con todo. ”Pibe, te venís conmigo“, le dijo una noche en la estación Retiro. “Vamos,
apurate que te llevan”, arrastrándolo de un brazo, y los oficiales que se
acercaban garrote en mano. Acá en esta pieza le domé las mañas. Le torcí ese
puto destino que le esperaba en la calle. Acá, en esta pieza, comida no le
faltó. Costó, pero aprendió. Palizas no le faltaron. Lo que no se aprende a los
golpes, no entra, no hay caso.
Al principio aprendió a limpiar,
primero la pieza y con el tiempo, las máquinas de los juegos, los asientos, las
maderas, los pasamanos. Ese sería el trabajo del pibe, mantener limpio el lugar
para que otros lo ensucien, para volver a limpiarlos, para que otros lo
ensucien, para volver a limpiarlos, para…
En ocasiones, lo hacía subir a las
hamacas voladoras para probar el mecanismo. Agradecido debía estar. Ese mal
nacido debía besarme el trasero. Cuantos quisieran ya estar en su lugar.
Ya hacía unos días que no podía con su
pierna y la arrastraba. Las manos tampoco le respondían como antes. Las
cadenas, la grasa, los engranajes, ya todo le costaba el doble. El pibe tenía
que ir tomando su lugar. De a poco. Pensó en el hijo que le hubiera gustado
tener…
Hoy le pidió que ajuste los engranajes
y engrase las cadenas de las hamacas. Lo hizo solo. Parece que esta vez el pibe
pudo. ¿Quedó bien?, y el pibe asintió con la cabeza. Sin golpes, sin
coscorrones, sin reprimendas. Hice un buen trabajo. Me lo tengo merecido.
Yo cobro los boletos y vos manejá las
hamacas. De a poco le vas dando a la palanca, suave, sin pasarte del punto
seis. Mirá que te voy a estar mirando. Cualquier cosa me avisas. ¿Podes?, y el
pibe lo rozó con la mirada y asintió casi con una sonrisa.
Desde temprano había cola para subir.
En quince minutos abrimos, dale, preparate, ¿revisaste todo?
Dos señoras regordetas y pituconas,
una joven de cabello rubio, un señor gordo, una niña y su madre con un hermoso
sombrero… Todos, boleto en manos, con enormes sonrisas nerviosas. Estaban por entrar
a las hamacas voladoras. Al alzar un poco más la cabeza, más y más personas
estaban y circulaban por el parque. La música y la algarabía crecían
exponencialmente.
¡Adelante! Todos con los boletos en la
mano, en fila. Por acá por favor, adelante, pase.
Manos con boletos sin rostros. Pies
con zapatos ajenos. Gente. Zapatos. Boletos. Y el último.
Cerró la pequeña entrada con una soga
colorida. Estos zapatos esperarán unos minutos más. Ahora tendrá tiempo hasta
la próxima vuelta. Las hamacas habían empezado a rodar. Contó el dinero,
acomodó los billetes, los enfundó en la enorme billetera.
Miró al pibe, ¿todo bien?, el pibe
asintió.
Las hamacas estaban girando. Más
lento, deberían ir aún más lento. Miró al pibe, ¿pasa algo?, el pibe movió ligeramente
la cabeza. Nada, está todo bien. Miró la rueda en las alturas, las caras al
viento, pelos y pañuelos al viento, miradas al viento. Algunos gritos nerviosos
y un ruido de cadenas, y otro ruido. Algo no andaba bien. Demasiada velocidad.
¡Te dije que más lento! Debías empezar
más lento. Te lo dije. ¿Qué está pasando? ¡Bajá la velocidad! ¡Qué pasa!
Comenzó a caminar hacia el pibe.
Ahora un terrible ruido de engranajes
y cadenas y fierros y gritos, por todos lados gritos, espanto y miedo. Quiso
correr. Tal vez si alcanzara el mando del tablero… pero el pibe a los gritos esta
vez sí lo miró y gritó enloquecido:
“¡Vení, viejo de mierda, vení!
¡Vengan, gran puta, me queda todavía un punto más!”
No atinó más que a rezar y llorar y
abrazarse a esa gente que veía cómo los carros caían y se apilaban y fierros y
caras y zapatos y sueños.
(Recreación del cuento Las hamacas voladoras de Miguel Briante)
Copyright © Laura de la Peña
(todos los derechos reservados)
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