Imagen tomada de internet: https://www.flickr.com/photos/rosie_hardy/ |
LA EXPEDICIÓN
La expedición había salido temprano. El sol, que apenas llegaba
a calentar unos pocos grados, se diluía en las sombras en tan solo un par de horas.
La misión llevaba varios meses y ellos muchas salidas juntos, en
las que compartían sus miedos y la escasa comida por igual.
Los tesoros de Waskyniyia, perseguidos insistentemente por
generaciones enteras, iban pasando a segundo plano. Antes, tendrían que
sobrevivir a los vientos que soplaban desde el mismísimo infierno durante insoportables
noches encaprichadas con la eternidad.
Marcos, Antonio y Ana habían terminado de armar la tienda de
campaña. El cuarto día de ascenso los encontró agotados y hambrientos.
Ana volvió a experimentar otro de sus desoxigenados vahídos que
la sumergían en alucinaciones cargadas de asombros y de milagros expuestos.
De pronto seis hombres, cuatro niñas y un curita que estrenaba
sotana, la miraban tiesos e inmóviles. Las niñas, todas ellas con sus cabezas calvas,
se extasiaron al unísono con la cabellera de Ana, larga y espesa, que ondulaba libre
con la brisa cálida que soplaba del este. El curita la ayudó a descender del
caballo en el que montaba. Los hombres restantes se acomodaron teatralmente a
su alrededor, formando dos cuartos de círculo a cada lado de Ana, a la vez que
inclinaban el torso indicando el camino con un gesto ampuloso de sus manos para
que ella pasara.
Pero Ana no pudo dar ni un solo paso. Sus sandalias, trenzadas de
hierbas duras, se adherían al piso echando fuertes raíces. Se metían en la
tierra cuarteada con una velocidad extraordinaria. En algunos segundos cubrieron
toda la superficie de un herbaje ocre hasta donde alcanzaban las vistas de
todos ellos sumadas.
Las niñas se mostraron desilusionadas y decidieron, las cuatro a
un mismo tiempo, sentarse de espaldas a la cruel escena en señal de soberana
protesta.
Mientras los hombres consultaban en silencio con el cura, las
lágrimas de Ana brotaron incontenibles y abundantes.
Las hierbas se fueron mojando y adquirieron un verde tan intenso
y brillante que obligaban a entrecerrar los ojos para adaptarse de a poco a su
intensidad.
Para cuando las niñas notaron el fenómeno inusual, ellas mismas
se encontraban alcanzadas y mojadas por un fango lechoso y verde que les
impedía el movimiento, a la vez que las raíces, ahora sí violentas y
descomunales, iban entretejiéndose sobre sus piernas.
Las lágrimas no cesaban y los hombres, desconcertados, fueron
quedando atrapados en la telaraña verde y el lodo que se petrificaba casi al
instante bajo el sol calcinante.
Ana, tiesa e inmóvil en el centro del dantesco espectáculo, no
podía abrir sus ojos.
El curita logró tomar a una de las niñas y a su vez ella a otra,
y a otra más, cuando las aguas empezaban a levantar olas inquietantes. La
última de las niñas pudo asirse de los cabellos de Ana y empezó a flamear por
la fuerza brutal del viento y el oleaje indomable.
La última niña golpeaba el cuerpo de Ana con cada giro del
viento.
Oyó su nombre. Oyó que la llamaban mientras la niña le golpeaba
el vientre.
Oía voces, muchas voces <<¡Vamos Ana, uno más. Vamos
cariño, abre los ojos. ¡Mira, es una niña!>>.
Abrió los ojos y vio a una enfermera que sostenía a una criatura
envolviéndola en una manta blanca. Sentía en su vientre un enjambre de niñas
por nacer.
El oleaje la sumergía y de nuevo todo era brusco, helado,
sombrío.
Al abrir nuevamente los ojos vio con desesperación, como la última niña se
soltaba de sus cabellos y era arrastrada por la tremenda fuerza del río de lodo
y sal que no dejaba de hacer olas gigantescas.
Los hombres, agotados, iban desapareciendo de uno en uno
arrastrados por la violencia de los sucesos.
Cuando se secaron las lágrimas de sus ojos, los sonidos se
fueron apagando y en su cabeza quedaban los ecos del llanto de las niñas.
Ana nunca se despertó. Murió allí, en la tienda de campaña,
empapada en sudor helado delante de sus compañeros que nada pudieron hacer en
su auxilio.
Marcos y Antonio enlutaron sus almas y organizaron sus fuerzas
para improvisar una cristiana sepultura. Dentro de la bolsa de dormir que
cubría el frágil cuerpo de Ana, lo único que se movía eran sus cabellos, los
que se desprendían a mechones al solo contacto con el aire. Marcos quiso
conservar uno de los rizos y lo dispuso en su relicario con ritual religioso.
Fuera de la tienda, huracanes blancos corporizaban aterradoras
imágenes. La nevada se había desatado como bíblica tempestad. En sus cuerpos, Marcos
y Antonio sintieron como la sangre los iba lastimando por dentro en su lenta
solidificación. Ambos soñaron con Ana. Ambos la abrazaron en la eternidad.
Seis hombres y cuatro niñas avanzaban lentamente por la calle
central del pueblo.
Bajo un sol pleno y con protocolar liturgia transportaban un osario
con los restos de tres antiguos expedicionarios hallados en recientes
excavaciones hechas por el centro antropológico de la ciudad.
En la parroquia, el curita recién designado a Waskyniyia disponía
los oficios necesarios para depositarlos en la cripta clerical.
A través de la tapa de
vidrio templado, el osario permitía ver algunos huesos y un relicario de bronce
en el que dejaba ver un mechón de cabello, un rizo dorado de melena de mujer.
Copyright ©Laura de la Peña
(Todos los derechos reservados)
Muy bueno!
ResponderEliminar;)
Eliminar