domingo, 29 de junio de 2014

EL OTOÑO EN SUS MANOS



En llamas, en otoños incendiados, 
arde a veces mi corazón,
puro y solo. El viento lo despierta,
toca su centro y lo suspende
en luz que sonríe para nadie:
¡cuánta belleza suelta!
El Otoño (fragmento) – Octavio Paz

E
s una tarde espléndida en Villa Devoto. El otoño llegó para quedarse. Las tipas y los plátanos de la calle Lincoln crean un fantástico túnel ocre hacia uno y otro lado de San Antonio.
Las veredas lucen un mullido tapiz de hojas amarillas de todos los tamaños.
Sentada en el asiento trasero del coche de su hijo, con la mirada entre la añoranza y la gratitud, Paulina respira el profundo goce de estar viva.
―¿Puedes ir más despacio, hijo, por favor? ¿Sabes? Llevo años soñando este momento y aun así… nunca lo imaginé tan bello.
“Con Juan solíamos caminar por estas calles. En el verano, cuando él  cerraba el almacén, me hacía señas para que yo cerrara también la farmacia. Le gustaba caminar hasta la avenida y allí me invitaba siempre con una cervecita bien helada que tomábamos en el bar del gallego”.
―Para el auto aquí por favor, dame el gusto.
Paulina desciende y se dirige al árbol de enfrente, un gordo tronco añejo. Carlos la sigue.
―Mira, es éste ―señalando una talla en la corteza―, lo hizo Juan la noche que me propuso matrimonio. ¿Lo ves? Para mí fue un acto maravilloso.
Carlos toma a su madre de las manos y juntos se dirigen de regreso al auto.
Recorren, ambos callados, el último trayecto y cruzan algunas miradas nerviosas por el espejo retrovisor. Han llegado. Carlos detiene el motor del auto, desciende y se dirige hacia la puerta trasera para ayudar a descender a Paulina.
Ella, muy coqueta, alisa con sus manos la falda del vestido, se coloca los guantes de seda y toma a Carlos del brazo. Suben los cinco escalones y las puertas de la iglesia se abren de par en par.                     
De espaldas al altar, Juan hace una eternidad que la espera. Paulina respira profundo y da el primer paso.
Junto con los primeros acordes de Mendelssohn, una ráfaga se cuela, agita su vestido y dispersa algunas hojas secas sobre la alfombra roja. Paulina se detiene, se da vuelta y alza la vista a la porción de cielo que vislumbra desde su posición. Fuera de todo protocolo y con un impulsivo movimiento, se inclina y toma un par de hojas para llevarlas en la mano como todo un símbolo.
Juan, de impecable traje gris, apoyado en el bastón de mango forjado en plata, la observa embelesado. Es que adora la imprevisión de esa mujer. Paulina es para él el mismísimo viento.
Paulina avanza. Mendelssohn confunde los sentidos. Carlos le guiña el ojo a Juan y le entrega a la coqueta novia.
Ella se sonroja, sonríe lindamente y besa a Juan con inmensa ternura. Juntos, tomados de la mano, giran y comienza la ceremonia. 
Carlos observa a Juan y a Paulina, ambos con el otoño en sus manos.


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sábado, 7 de junio de 2014

TESTIGOS DEL TIEMPO

Foto tomada de http://www.proyectopulperia.com.ar

TESTIGOS DEL TIEMPO  

“Solemos olvidarnos la vida en cualquier parte”

La mañana se resquebrajaba bajo un sol repetido e impiadoso. Al costado del arroyo, sobre la calle de tierra apisonada, se acomodaba un puñado de ranchos de adobe. Al final de la hilera, metros antes de la esquina, una de ellas sostenía sobre su única abertura un cartel oxidado que todavía permitía leer  ‘La Pulpería – ABIERTO’.
Una par de carretas cargadas de provisiones se detuvieron en la puerta.
La brisa arrebató la polvareda que levantaron los carros y palidecieron los colores de los cardos silvestres y las madreselvas que bordeaban el inhóspito camino. Con adormecida curiosidad, asomó su vida por la ventana la misma mujer que recibió las frutas la semana pasada y el mes pasado y los años pasados.
Desensilló un hombre bajo y rudo, de edad incalculable, somnoliento y sudado. El hombre y la mujer movieron sus cabezas a modo de cordial saludo.
Por la puerta salieron los perros, tropezándose entre ellos y chumbándole al caballo que no dejaba de revolear su cola para espantar las moscas. El percherón los miraba ajeno, moviendo levemente su cabeza y apisonando el piso con patadas encaprichadamente rítmicas, mientras era amarrado al poste.
El hombre entró en la pulpería. La mujer, ya detrás del mostrador, repasaba un par de vasos.
La espalda de la mujer se reflejaba en un espejo rectangular dispuesto en el centro de una estantería abarrotada de botellas, en su mayoría vacías y cubiertas de una antigua capa de polvo. El hombre vio su propio reflejo al hacerle señas a la mujer para que le acerque a la mesa la grapa que acostumbraba a tomar, igual que la semana pasada y que el mes pasado y que los años pasados.
La mujer llenó dos copas, calzó el repasador al hombro y llegó a la mesa derramando algunas gotas que se quedarían allí en el piso tal vez por algunos años más. Desparramó el polvo de la mesa con el mismo trapo, posó los vasos y ambos respiraron una mirada antigua y cómplice.
Acostumbrados a compartir ese costado de la vida que se empecinaba en cruzarlos cada semana, uno y el otro sabían al verse que le iban empatando a la miseria. Una sombra sin palabras cruzó la expresión de la mujer, que le palmó la espalda y se sentó a su lado.
Él se bebió de un solo tranco la grapa mientras ella se lanzó sobre el silencio quebrándolo de un solo asesto: ¾Amigo, dicen que estas enfermo.
Él fue apagando sus ojos y descendiendo la mirada. Con el dorso de la mano se limpió la boca y cabeceó el aire: ¾Zonceras de mala leche. Nada de eso.
Dos peones ágiles y diligentes entraron con canastas cargadas de frutas que fueron acomodando al costado del mostrador, como lo hacían cada semana. La mujer los observaba con la vista acostumbrada.
El hombre se paró y dejó sobre la mesa unas monedas cubriendo el costo de ambos tragos, mientras sacaba de su polvorienta chaqueta la libreta para apuntar la descarga.
Actuaron la repetida escena: apuntaron los faltantes, saldaron los pendientes, pero  esta vez duplicaron el pedido para la próxima semana, recargando y renovando las esperanzas.
El hombre cabeceó a la peonada y se enfiló hacia la puerta. Detrás, la mujer siguió sus pasos restregándose las manos en el delantal.
Antes de ensillar, el hombre levantó la vista y sosteniendo débilmente la mirada la abrazó a la distancia.
Ella se quedó en la puerta, viendo el lento partir de las carretas, agitando el polvo del aire en un gesto inútil para clarear la imagen, rompiendo la rutina de esa semana.

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