En llamas, en otoños incendiados,
arde a veces mi corazón,
puro y solo. El viento lo despierta,
toca su centro y lo suspende
en luz que sonríe para nadie:
¡cuánta belleza suelta!
puro y solo. El viento lo despierta,
toca su centro y lo suspende
en luz que sonríe para nadie:
¡cuánta belleza suelta!
El Otoño (fragmento) – Octavio Paz
E
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s una tarde espléndida en Villa
Devoto. El otoño llegó para quedarse. Las tipas y los plátanos de la calle
Lincoln crean un fantástico túnel ocre hacia uno y otro lado de San Antonio.
Las veredas lucen un mullido tapiz de hojas
amarillas de todos los tamaños.
Sentada en el asiento trasero del coche de su hijo,
con la mirada entre la añoranza y la gratitud, Paulina respira el profundo goce
de estar viva.
―¿Puedes ir más despacio, hijo, por favor? ¿Sabes?
Llevo años soñando este momento y aun así… nunca lo imaginé tan bello.
“Con Juan solíamos caminar por estas calles. En el
verano, cuando él cerraba el almacén, me
hacía señas para que yo cerrara también la farmacia. Le gustaba caminar hasta
la avenida y allí me invitaba siempre con una cervecita bien helada que tomábamos
en el bar del gallego”.
―Para el auto aquí por favor, dame el gusto.
Paulina desciende y se dirige al árbol de enfrente,
un gordo tronco añejo. Carlos la sigue.
―Mira, es éste ―señalando una talla en la corteza―,
lo hizo Juan la noche que me propuso matrimonio. ¿Lo ves? Para mí fue un acto
maravilloso.
Carlos toma a su madre de las manos y juntos se
dirigen de regreso al auto.
Recorren, ambos callados, el último trayecto y
cruzan algunas miradas nerviosas por el espejo retrovisor. Han llegado. Carlos
detiene el motor del auto, desciende y se dirige hacia la puerta trasera para
ayudar a descender a Paulina.
Ella, muy coqueta, alisa con sus manos la falda del
vestido, se coloca los guantes de seda y toma a Carlos del brazo. Suben los
cinco escalones y las puertas de la iglesia se abren de par en par.
De espaldas al altar, Juan hace una eternidad que
la espera. Paulina respira profundo y da el primer paso.
Junto con los primeros acordes de Mendelssohn, una
ráfaga se cuela, agita su vestido y dispersa algunas hojas secas sobre la
alfombra roja. Paulina se detiene, se da vuelta y alza la vista a la porción de
cielo que vislumbra desde su posición. Fuera de todo protocolo y con un
impulsivo movimiento, se inclina y toma un par de hojas para llevarlas en la
mano como todo un símbolo.
Juan, de impecable traje gris, apoyado en el bastón
de mango forjado en plata, la observa embelesado. Es que adora la imprevisión
de esa mujer. Paulina es para él el mismísimo viento.
Paulina avanza. Mendelssohn confunde los sentidos.
Carlos le guiña el ojo a Juan y le entrega a la coqueta novia.
Ella se sonroja, sonríe lindamente y besa a Juan
con inmensa ternura. Juntos, tomados de la mano, giran y comienza la
ceremonia.
Carlos observa a Juan y a Paulina, ambos con el
otoño en sus manos.