viernes, 26 de diciembre de 2014

DOS CUADRAS


DOS CUADRAS... demasiado lejos

El disparo me sobresaltó. Vi el destello del arma. Vi correr a mis amigos.
Estábamos en la calle, en una esquina a un par de cuadras de casa. Lo cierto fue que en la otra esquina, en diagonal a nosotros se produjo un estampido. El arma apuntó hacia mí, en la misma dirección en la que nos encontrábamos nosotros, lo vi con toda claridad, y también vi correr a un sujeto que tal vez fuera el destinatario del plomo. Pude ver todo a la vez, al oficial, el disparo, claramente el arma, a un muchacho que corrió a toda velocidad y a todo el mundo huir en estampida en todas direcciones.
No recuerdo si me tiré al piso o si me caí. Tampoco recuerdo bien cuánto tiempo estuve en la vereda, poco, seguramente. Todo fue muy rápido. Cuando estimé que podía levantarme, lo hice.
No era extraño que todos se hubieran ido. El lugar quedó desierto al instante. No se veía un alma a mi alrededor. El pánico se apoderó de mí y dando un rodeo algo más extenso que si lo hubiera hecho en otra oportunidad, di vueltas a toda la manzana, para no ir en la misma dirección que la policía, y así llegar a mi casa por el otro lado.
Era la hora de la siesta de un día de semana. En el barrio, adormecido, aún se oía el eco del disparo. Pensaba, mientras caminaba,  que mi madre aún no había vuelto del trabajo y que mis hermanos andarían también por ahí con sus amigos. Eso me inquietó tremendamente.
Agudicé mis sentidos en el camino para percibir los sonidos que podían venir de las casas vecinas, y si fuera el caso, enterarme si estarían allí mis hermanos.
Había hecho un buen tramo y seguía sin cruzarme con nadie. Solo vi pasar una ambulancia y dos patrulleros, con las sirenas encendidas. Supe que habían atrapado al susodicho y que no la pasaría nada bien.
No me había dado cuenta antes, tal vez por la conmoción, pero notaba un agudo dolor en el costado izquierdo que bajaba por toda la pierna. Me toqué el punto de la molestia, casi por instinto, y noté que tenía el vestido mojado. Debo haber caído en un charco y el apuro y la situación no me permitió notarlo antes. Pero ahora me dificultaba el paso que, a la fuerza, tuve que aminorar.
Por suerte logré divisar casi al final de la cuadra a una vecina, era la mamá de mi amiga. Le hice señas (no pude recordar el nombre) pero no me vio, llevaba prisa, cruzó la calle, giró en dirección a mi casa y la perdí de vista.
Es común que mi papá venga a almorzar y se tire un rato a descansar antes de volver a salir. Si me apuro un poco tal vez lo vea antes que se vuelva a la fábrica.  ¡Cómo me dolía la pierna!
Al girar en la esquina, ya sobre la cuadra de mi casa veo que está aún estacionado el auto. Me puse contenta. Al menos no voy a estar sola cuando llegue. No sé, pero la pierna me duele mucho y a lo mejor tengamos que ver a un médico.
Tengo que detenerme sobre un zaguán. Ahora no solo me duele la pierna casi insoportablemente, sino que empieza a faltarme el aire. Es tan poco lo que me falta para llegar…
Mientras estoy sentada en el umbral vecino, veo pasar a mis amigos, que van muy apenados y tan apurados que no me prestan atención. Parece que aún no salen del gran susto que se pegaron. Pasan a mi lado, casi corriendo, muy serios. Los quiero llamar, juro que los quise llamar pero no pude. ¿Habrá sido por vergüenza para que no me vieran así? Tal vez.
Me esfuerzo nuevamente, me paro y me dirijo directamente a casa. Es lo único que veo, mi casa a solo dos veredas, infinitas, tremendas.
En la puerta me cuesta entrar. Por alguna razón hay demasiada gente que me dificulta la entrada al pasillo. Nadie se corre. No lo puedo creer. Yo a los tropezones y nadie me da lugar para pasar.
Ya en la entrada del departamento, en el medio del pasillo, veo a mi papá de espaldas que está hablando con su socio, de negocios seguramente. Yo necesito llegar a mi cama, ya podré contarle lo que me pasa apenas se desocupe.
Al pasar por el comedor, puedo ver hacia la cocina que llegó mi mamá y está preparando café. Es raro, en casa no se toma café. No me vio, y yo necesito llegar a mi cama. Apenas me reponga un poco, voy a contarle lo que acaba de suceder. Ahora estoy demasiado cansada.
Al entrar a mi cuarto veo a mis hermanos, qué alegría me dio verlos.
Están de espaldas, muy quietitos al lado de mi cama. Ellos sí me dan paso y me ayudan a quitarme las ropas ensangrentadas, a ponerme la mortaja y a descansar de una buena vez.


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martes, 9 de diciembre de 2014

LA EXPEDICIÓN

Imagen tomada de internet: https://www.flickr.com/photos/rosie_hardy/

LA EXPEDICIÓN

La expedición había salido temprano. El sol, que apenas llegaba a calentar unos pocos grados, se diluía en las sombras en tan solo un par de horas.
La misión llevaba varios meses y ellos muchas salidas juntos, en las que compartían sus miedos y la escasa comida por igual.
Los tesoros de Waskyniyia, perseguidos insistentemente por generaciones enteras, iban pasando a segundo plano. Antes, tendrían que sobrevivir a los vientos que soplaban desde el mismísimo infierno durante insoportables noches encaprichadas con la eternidad.
Marcos, Antonio y Ana habían terminado de armar la tienda de campaña. El cuarto día de ascenso los encontró agotados y hambrientos.
Ana volvió a experimentar otro de sus desoxigenados vahídos que la sumergían en alucinaciones cargadas de asombros y de milagros expuestos.
De pronto seis hombres, cuatro niñas y un curita que estrenaba sotana, la miraban tiesos e inmóviles. Las niñas, todas ellas con sus cabezas calvas, se extasiaron al unísono con la cabellera de Ana, larga y espesa, que ondulaba libre con la brisa cálida que soplaba del este. El curita la ayudó a descender del caballo en el que montaba. Los hombres restantes se acomodaron teatralmente a su alrededor, formando dos cuartos de círculo a cada lado de Ana, a la vez que inclinaban el torso indicando el camino con un gesto ampuloso de sus manos para que ella pasara.
Pero Ana no pudo dar ni un solo paso. Sus sandalias, trenzadas de hierbas duras, se adherían al piso echando fuertes raíces. Se metían en la tierra cuarteada con una velocidad extraordinaria. En algunos segundos cubrieron toda la superficie de un herbaje ocre hasta donde alcanzaban las vistas de todos ellos sumadas.
Las niñas se mostraron desilusionadas y decidieron, las cuatro a un mismo tiempo, sentarse de espaldas a la cruel escena en señal de soberana protesta.
Mientras los hombres consultaban en silencio con el cura, las lágrimas de Ana brotaron incontenibles y abundantes.
Las hierbas se fueron mojando y adquirieron un verde tan intenso y brillante que obligaban a entrecerrar los ojos para adaptarse de a poco a su intensidad.
Para cuando las niñas notaron el fenómeno inusual, ellas mismas se encontraban alcanzadas y mojadas por un fango lechoso y verde que les impedía el movimiento, a la vez que las raíces, ahora sí violentas y descomunales, iban entretejiéndose sobre sus piernas.
Las lágrimas no cesaban y los hombres, desconcertados, fueron quedando atrapados en la telaraña verde y el lodo que se petrificaba casi al instante bajo el sol calcinante.
Ana, tiesa e inmóvil en el centro del dantesco espectáculo, no podía abrir sus ojos.
El curita logró tomar a una de las niñas y a su vez ella a otra, y a otra más, cuando las aguas empezaban a levantar olas inquietantes. La última de las niñas pudo asirse de los cabellos de Ana y empezó a flamear por la fuerza brutal del viento y el oleaje indomable.
La última niña golpeaba el cuerpo de Ana con cada giro del viento.
Oyó su nombre. Oyó que la llamaban mientras la niña le golpeaba el vientre.
Oía voces, muchas voces <<¡Vamos Ana, uno más. Vamos cariño, abre los ojos. ¡Mira, es una niña!>>.
Abrió los ojos y vio a una enfermera que sostenía a una criatura envolviéndola en una manta blanca. Sentía en su vientre un enjambre de niñas por nacer.
El oleaje la sumergía y de nuevo todo era brusco, helado, sombrío. 
Al abrir nuevamente los ojos  vio con desesperación, como la última niña se soltaba de sus cabellos y era arrastrada por la tremenda fuerza del río de lodo y sal que no dejaba de hacer olas gigantescas.
Los hombres, agotados, iban desapareciendo de uno en uno arrastrados por la violencia de los sucesos.
Cuando se secaron las lágrimas de sus ojos, los sonidos se fueron apagando y en su cabeza quedaban los ecos del llanto de las niñas.
Ana nunca se despertó. Murió allí, en la tienda de campaña, empapada en sudor helado delante de sus compañeros que nada pudieron hacer en su auxilio.
Marcos y Antonio enlutaron sus almas y organizaron sus fuerzas para improvisar una cristiana sepultura. Dentro de la bolsa de dormir que cubría el frágil cuerpo de Ana, lo único que se movía eran sus cabellos, los que se desprendían a mechones al solo contacto con el aire. Marcos quiso conservar uno de los rizos y lo dispuso en su relicario con ritual religioso.
Fuera de la tienda, huracanes blancos corporizaban aterradoras imágenes. La nevada se había desatado como bíblica tempestad. En sus cuerpos, Marcos y Antonio sintieron como la sangre los iba lastimando por dentro en su lenta solidificación. Ambos soñaron con Ana. Ambos la abrazaron en la eternidad.
Seis hombres y cuatro niñas avanzaban lentamente por la calle central del pueblo.
Bajo un sol pleno y con protocolar liturgia transportaban un osario con los restos de tres antiguos expedicionarios hallados en recientes excavaciones hechas por el centro antropológico de la ciudad.
En la parroquia, el curita recién designado a Waskyniyia disponía los oficios necesarios para depositarlos en la cripta clerical.
A través de la tapa de vidrio templado, el osario permitía ver algunos huesos y un relicario de bronce en el que dejaba ver un mechón de cabello, un rizo dorado de melena de mujer.

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