sábado, 22 de febrero de 2014

PASAJEROS


(foto fuente Google)




Este largo cansancio se hará mayor un día, 
y el alma dirá al cuerpo que no quiere seguir 
arrastrando su masa por la rosada vía, 
por donde van los hombres, contentos de vivir... 

Sentirás que a tu lado cavan briosamente, 
que otra dormida llega a la quieta ciudad. 
Esperaré que me hayan cubierto totalmente... 
¡y después hablaremos por una eternidad! 
Gabriela Mistral – Los sonetos de la muerte (fragmento)

PASAJEROS

Eran las 8:30. Desde los altavoces se escuchó el anuncio de la llegada de la próxima formación. En solo dos minutos descenderían a borbotones cientos de almas enredadas, comprimidas y en absoluta soledad.
En el andén, desde muy temprano comenzaron a mezclarse olores ajenos. Lentamente fueron cobrando densidad. Mutaron sus patrones desde lavandas añejas a naranjas, ajos y salchichas.
Los puestos ambulantes se aprestaban a recibir el malón que cada quince minutos volcaba con precisión incierta una máquina tan estrepitosa como vieja, temeraria y vetusta.
El reloj del pasillo central, una máquina perfecta de mediados del siglo pasado,  avanzaba mecánicamente cada minuto al número siguiente: eran ahora las 8:32.
Los cambios en las vías fueron operados a tiempo. Las señales luminosas le daban paso. La tropa de señaleros agitaba sus banderines, una y otra vez. El tren estaba entrando por el andén 2.
En los vagones, los Juanes y Marías rodeados de gente a la que verían gritar, desgarrarse y morir, no se reconocían.
Dicen que fue tan repentino, tan sorpresivo, tan violento, que algunas almas adormecidas ni se enteraron. Más de 1000 personas, Juanes y Marías, aseguran haber conocido el infierno. Tan solo 51 no lo pudieron relatar.

El miércoles 22 de febrero de 2012 a las 8:33 de la mañana, una formación de tren entrando a la Estación Once de Septiembre (Once) no pudo detenerse.

Copyright © 2014 Laura de la Peña
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sábado, 15 de febrero de 2014

UN DÍA COMO CUALQUIER OTRO


I
Sonaba el teléfono. Desde el lavadero apenas si podía oírlo. Apoyó las prendas húmedas sobre el lavarropas, se apresuró a secarse las manos en su delantal y bajó las escaleras lo más rápido que le permitían sus piernas. La señora dormía y había pedido que la dejaran descansar al menos una hora. Mientras llegaba a manotear el aparato para que no siguiera sonando, pudo mirar el reloj. Respiró aliviada. Ya había pasado ese tiempo prudencial.
―Señora, perdón que la despierte. Es para usted, su hermana. Yo le dije que estaba durmiendo, pero…
―Ay Dios, esta mujer. No hay forma que respete mis horarios. No te preocupes querida. Andá nomás.
Se distrajo en el trayecto recogiendo algunas mudas del piso y acomodando de nuevo las toallas en el baño.
Podía oír algunas frases de la conversación telefónica: “No, Beba, no conozco a nadie para recomendarte.  Lo que te puedo ofrecer es mandarte a Elba un par de días a la semana hasta que consigas a alguien. Ya sabés que no puedo estar sin ella por mucho tiempo… sí, claro… te entiendo… pero… dejalo por mi cuenta… no, no la llames… yo se lo digo… dale”.
Se deslizó en el aire lo más rápido que pudo, y estuvo de regreso en el lavadero casi al instante.
Esparció las ropas en la soga, una al lado de la otra, sujetándolas con esmero para que las prendas no quedaran marcadas. El sol aun prometía un par de horas por delante. Entre toallas y sábanas se colaban las frases escuchadas. Dos medias del mismo color, la señora Beba, un repasador, su maldito perro, el mantel sin las manchas de vino, su marido.
Si le tocaba ir, hablaría con la señora Beba. Al menos el tema del perro. Lo del marido tal vez fuera su culpa. Esta vez, le pediría permiso a su señora para llevar el uniforme viejo, que es más ancho y flojo y se lo pondría sobre unos pantalones para que no se le vean las piernas.
Acomodando la ropa para planchar, repasaba sus propios miedos. Le llevaría un huesito al perro para ganarse su amistad. Se lo había recomendado doña Nélida, la portera. Ya vería ella como el perro la iba a esperar moviéndole la cola.  No quería ver a ese hombre.
Tal vez solo sean 2 ó 3 días… La vez pasada fue mucho tiempo, claro, el postoperatorio de la señora Beba llevó más de la cuenta. Los hombres se ponen muy nerviosos. Si le gustara el futbol, tendría como distenderse. El perro tal vez la recordara. El señor…
Debía alejarse de sus malos pensamientos, al menos cuando lavaba los platos, no fuera el caso que rompiera alguna copa del juego. La señora Beba y su marido son también patrones, como su señora. Son gente respetable.  Además, el señor ya habría vuelto al trabajo y no andaría por la casa tras sus pasos.

II
Llegó algo agitada. El día se había presentado muy caluroso y húmedo. El uniforme, algo más holgado y cómodo que los nuevos, era un poco más grueso. Los pantalones se los pondría luego.
¡Cuánto estaba tardando la señora Beba en abrir la puerta! Sintió los pasos por el corredor y el tintinear de las llaves. Eran tantas cerraduras que esos últimos segundos lograron desesperarla.
El sol caía impiadoso.
Por fin se abría la puerta. Siempre con ese chillido fantasmal. Habría que aceitar esas bisagras. Se lo comentaría a la señora Beba ni bien la saludara. Incluso, ella misma podría hacerlo.
La escena la tomó de sorpresa. La cara del señor Isidro, todo su maltrecho cuerpo, su eterna mueca de complacencia, ese perfume que le recordaba solo incomodidades, le daban la bienvenida mientras atinaba a dar medio paso hacia atrás. Antes de poder retroceder con el otro pie, él ya la había tomado de la cintura y le baboseaba la mejilla derecha.
―Pasá, querida, te estaba esperando. Beba salió de shopping con las amigas. Qué calor, ¿no?
Se quedó petrificada, detrás de la puerta cerrada con 3 cerraduras, viendo cómo el señor se le adelantaba arrastrando un pie por el pasillo de entrada que conducía al interior de la casa.
―No te preocupes por el perro que lo llevó Beba para que lo bañen.
Desclavó los pies del suelo, recorrió el pasillo con la vista fijada al piso, y se dirigió directamente a la cocina.
Isidro ya estaba allí, esperándola sonriente ―Justo me iba a poner a comer. Vení, sentate y comemos juntos. Beba dejó una lista para que necesita que hagas.
La lista estaba en sus manos. Tendría que acercarse a él que con rapidez se sentaba a la mesa, si quería para leerla.
―Gracias, señor, coma tranquilo, yo no voy a almorzar ―se arrimó a la mesa para tomar el trozo de papel con las indicaciones de la señora Beba.
La mano del señor Isidro le apretó la suya contra la mesa al mismo tiempo que le insistía con el almuerzo. Sintió como la presión de su mano fría y huesuda, cubierta de pecas, la retenía. Se desestabilizó y atinó a sentarse para no caer al piso.
Sin atender a su negación, el señor le sirvió un trozo de pastel que había dejado listo la señora Beba para el almuerzo.
Se descolgó el bolso que aún llevaba montado en el hombro y lo colocó en la silla contigua. Sintió náuseas. Fijó la vista en el plato y tomó los cubiertos.

III
El señor comenzó a hablar de lo bien que hizo en venir, y cuánto la estaban necesitando.
Ella lo miraba comer aún perpleja por la situación inesperada de encontrarse sola con él en una casa tan grande y cerrada con varias llaves. Lo vio atragantarse con una miga de pan, beber con desmesura de una copa de vino a medio llenar, derramando parte por la comisura de unos labios descoloridos, demasiado finos y desacomodados, en una cara de mil años y mil demonios. Él notó que lo miraba y atinó a tomar su servilleta y restregarse, torpe y sin puntería, unos bigotes ralos y pinchudos.
―Estás muy callada hoy.
Se llevó con agilidad un bocado a la boca para no responderle. Sin poder masticar la comida se echó un poco de soda y bebió un gran sorbo arrastrando angustiosamente todo lo que tenía en la boca. Sin poder controlar sus emociones sintió unas irrefrenables ganas de llorar. No pudo contenerse.
― ¿Te sentís bien? ―le dijo el señor asombrado, acercándose a ella.
De costado y con un movimiento medio forzado, le pasó un brazo por la espalda y la atrajo hacia sí.
Como tocada por el demonio saltó de la silla, la que se volcó en el mismo instante.
Él se incorporó de inmediato, dio dos pasos y la tomó de la cintura, la atrajo con decisión contra su cuerpo, la inmovilizó rodeándola con ambos brazos y apoyándola contra una de las paredes de la cocina la besó en el cuello.
Ella forcejeaba sin decir una palabra y con pocas probabilidades de zafarse. Sintió como ese viejo y desacomodado cuerpo se le incrustaba en el suyo, se le refregaba, la manoseaba. ¡Gozaba el muy hijo de puta!
Logró salir de su letargo y emitió un alarido desgarrador y agudo que aturdió al hombre y lo dejó un par de segundos confundido. Liberó una de sus manos y apoyándose en la pared pudo quitárselo de encima.
Se soltó del todo, llegó a la mesa y de espaldas al viejo tomó un cuchillo. Volvió a gritar. Gritaba como una enloquecida. Él se le acercó y la tomó de la cintura. Ella giró y sin pensarlo movió su brazo para clavárselo.
Él no pudo medirlo.  La miró desde unos ojos vidriados, muy abiertos, y se llevó la mano al cuello. La sangre brotaba y se esparcía por todos lados. Se le nublaba la vista. Los alaridos de ella se escuchaban desde la calle.
Beba llegó a oírlos mientras intentaba poner las llaves en la puerta. Entró como enloquecida. A medida que avanzaba iba soltando las bolsas que traía por el pasillo.
Al llegar a la cocina no podía creer lo que veía. Isidro en el piso, en un charco de sangre se movía con un ritmo espasmódico.
Elba, aún con el cuchillo en la mano, contra la pared, la misma pared testigo de su oprobio, seguía gritando y llorando desconsoladamente.
La señora Beba se arrodilló junto a su marido, intentaba calmarlo y pararle la sangre presionando con una servilleta.
Tomó el celular de su cartera y llamó a la policía. Miró a la chica como a una cucaracha y se le tiró encima golpeándola y pegándole salvajemente.
Unos minutos después, llegaron los paramédicos y casi al mismo tiempo los agentes policiales. El señor Isidro ya no se movía.
Sonaba el teléfono. Preguntaban por Elba. Su señora quería saber a qué hora regresaría. No tenía nada para cenar y la estaba necesitando.
De nuevo escuchaba parte de la conversación “… es una desagradecida… siempre le dimos trabajo… si, gracias, querida. Te dejo, tengo que firmar unos papeles. Se la llevan detenida, por suerte”.

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domingo, 2 de febrero de 2014

LA LEYENDA DE LA VIEJA DE MI CUADRA

Un relato para niños, ¿o no?


foto http://www.flickr.com/photos/psiconautics/2614817930/

Los niños, en sus travesuras, no miden las consecuencias. La inocencia los anima.
Aquella mañana no fue la excepción.
Doña Emma, la torcida y envejecida mujer de la casona antigua, asomó su hocico por la ventanilla de la derruida puerta para espantarlos al menos un rato. Ni un tranco retrocedieron. Y eso la enojó aún más.
Con mucha torpeza logró abrir una de las hojas del antiguo portón de hierro y exhibió su maltratada figura, la que no permitía imaginar ningún pasado venturoso.
De una fealdad muy agresiva la pobre vieja gozaba de una singular y potente voz de pito. A cada grito suyo el piberío golpeaba aún más fuerte las rejas de la entrada con palos y adoquines. Y no faltó el atrevido que arrojó la primera piedra con una excelente puntería.
Doña Emma, en el afán de proteger los pliegues de su cara, soltó sus manos que como garras se asían de la puerta y de un solo movimiento dio con su abollado trasero sobre las macetas de unos espantosos cactus que siempre afearon su jardín. Los chicos, ahora algo asustados, comenzaron a correr desordenadamente hacia sus casas.
La pobre ahí quedó tendida. Con sus patas al aire dejaba entrever sus descocidas y agujereadas medias negras. Su falda también negra, levantada por la caída, le cubría su rostro. Su voz se oyó amortiguada por las telas que se enredaron en las verrugas de sus labios.
Cuando ya no la oyeron más, el último de los chiquillos, tal vez avergonzado, detuvo su carrera y volvió al sitio de los hechos, entre tímido y miedoso. Saltó la verja y lentamente se acercó a la pobre mujer. Ella ya no se movía. La pollera aun le cubría la cara.
La tocó temeroso con un palo y la ponzoñosa vieja largó tal alarido que solo con el fétido aliento lo arrojó más de 10 metros.
Nadie volvió por varias horas. Nadie supo si la anciana pudo levantarse sola y si entró  a su casa. Nadie nunca más la vio.
Los niños, por las dudas, dan largas vueltas para no pasar por su vereda.

Copyright © 2014 Laura de la Peña
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