I
Sonaba el
teléfono. Desde el lavadero apenas si podía oírlo. Apoyó las prendas húmedas
sobre el lavarropas, se apresuró a secarse las manos en su delantal y bajó las
escaleras lo más rápido que le permitían sus piernas. La señora dormía y había
pedido que la dejaran descansar al menos una hora. Mientras llegaba a manotear
el aparato para que no siguiera sonando, pudo mirar el reloj. Respiró aliviada.
Ya había pasado ese tiempo prudencial.
―Señora, perdón
que la despierte. Es para usted, su hermana. Yo le dije que estaba durmiendo,
pero…
―Ay Dios, esta
mujer. No hay forma que respete mis horarios. No te preocupes querida. Andá
nomás.
Se distrajo en
el trayecto recogiendo algunas mudas del piso y acomodando de nuevo las toallas
en el baño.
Podía oír
algunas frases de la conversación telefónica: “No, Beba, no conozco a nadie para recomendarte. Lo que te puedo ofrecer es mandarte a Elba un
par de días a la semana hasta que consigas a alguien. Ya sabés que no puedo
estar sin ella por mucho tiempo… sí, claro… te entiendo… pero… dejalo por mi
cuenta… no, no la llames… yo se lo digo… dale”.
Se deslizó en
el aire lo más rápido que pudo, y estuvo de regreso en el lavadero casi al
instante.
Esparció las
ropas en la soga, una al lado de la otra, sujetándolas con esmero para que las
prendas no quedaran marcadas. El sol aun prometía un par de horas por delante.
Entre toallas y sábanas se colaban las frases escuchadas. Dos medias del mismo
color, la señora Beba, un repasador, su maldito perro, el mantel sin las
manchas de vino, su marido.
Si le tocaba
ir, hablaría con la señora Beba. Al menos el tema del perro. Lo del marido tal
vez fuera su culpa. Esta vez, le pediría permiso a su señora para llevar el uniforme
viejo, que es más ancho y flojo y se lo pondría sobre unos pantalones para que
no se le vean las piernas.
Acomodando la
ropa para planchar, repasaba sus propios miedos. Le llevaría un huesito al
perro para ganarse su amistad. Se lo había recomendado doña Nélida, la portera.
Ya vería ella como el perro la iba a esperar moviéndole la cola. No quería ver a ese hombre.
Tal vez solo
sean 2 ó 3 días… La vez pasada fue mucho tiempo, claro, el postoperatorio de la
señora Beba llevó más de la cuenta. Los hombres se ponen muy nerviosos. Si le
gustara el futbol, tendría como distenderse. El perro tal vez la recordara. El
señor…
Debía alejarse
de sus malos pensamientos, al menos cuando lavaba los platos, no fuera el caso
que rompiera alguna copa del juego. La señora Beba y su marido son también
patrones, como su señora. Son gente respetable. Además, el señor ya habría vuelto al trabajo y
no andaría por la casa tras sus pasos.
II
Llegó algo
agitada. El día se había presentado muy caluroso y húmedo. El uniforme, algo
más holgado y cómodo que los nuevos, era un poco más grueso. Los pantalones se
los pondría luego.
¡Cuánto estaba
tardando la señora Beba en abrir la puerta! Sintió los pasos por el corredor y
el tintinear de las llaves. Eran tantas cerraduras que esos últimos segundos
lograron desesperarla.
El sol caía
impiadoso.
Por fin se
abría la puerta. Siempre con ese chillido fantasmal. Habría que aceitar esas
bisagras. Se lo comentaría a la señora Beba ni bien la saludara. Incluso, ella
misma podría hacerlo.
La escena la
tomó de sorpresa. La cara del señor Isidro, todo su maltrecho cuerpo, su eterna
mueca de complacencia, ese perfume que le recordaba solo incomodidades, le
daban la bienvenida mientras atinaba a dar medio paso hacia atrás. Antes de
poder retroceder con el otro pie, él ya la había tomado de la cintura y le
baboseaba la mejilla derecha.
―Pasá, querida,
te estaba esperando. Beba salió de shopping con las amigas. Qué calor, ¿no?
Se quedó
petrificada, detrás de la puerta cerrada con 3 cerraduras, viendo cómo el señor
se le adelantaba arrastrando un pie por el pasillo de entrada que conducía al
interior de la casa.
―No te
preocupes por el perro que lo llevó Beba para que lo bañen.
Desclavó los
pies del suelo, recorrió el pasillo con la vista fijada al piso, y se dirigió
directamente a la cocina.
Isidro ya estaba
allí, esperándola sonriente ―Justo me iba a poner a comer. Vení, sentate y
comemos juntos. Beba dejó una lista para que necesita que hagas.
La lista estaba
en sus manos. Tendría que acercarse a él que con rapidez se sentaba a la mesa, si
quería para leerla.
―Gracias,
señor, coma tranquilo, yo no voy a almorzar ―se arrimó a la mesa para tomar el
trozo de papel con las indicaciones de la señora Beba.
La mano del
señor Isidro le apretó la suya contra la mesa al mismo tiempo que le insistía
con el almuerzo. Sintió como la presión de su mano fría y huesuda, cubierta de
pecas, la retenía. Se desestabilizó y atinó a sentarse para no caer al piso.
Sin atender a
su negación, el señor le sirvió un trozo de pastel que había dejado listo la
señora Beba para el almuerzo.
Se descolgó el
bolso que aún llevaba montado en el hombro y lo colocó en la silla contigua.
Sintió náuseas. Fijó la vista en el plato y tomó los cubiertos.
III
El señor
comenzó a hablar de lo bien que hizo en venir, y cuánto la estaban necesitando.
Ella lo miraba
comer aún perpleja por la situación inesperada de encontrarse sola con él en
una casa tan grande y cerrada con varias llaves. Lo vio atragantarse con una
miga de pan, beber con desmesura de una copa de vino a medio llenar, derramando
parte por la comisura de unos labios descoloridos, demasiado finos y
desacomodados, en una cara de mil años y mil demonios. Él notó que lo miraba y
atinó a tomar su servilleta y restregarse, torpe y sin puntería, unos bigotes
ralos y pinchudos.
―Estás muy
callada hoy.
Se llevó con
agilidad un bocado a la boca para no responderle. Sin poder masticar la comida se echó un poco de soda y bebió un gran sorbo arrastrando angustiosamente todo
lo que tenía en la boca. Sin poder controlar sus emociones sintió unas
irrefrenables ganas de llorar. No pudo contenerse.
― ¿Te sentís
bien? ―le dijo el señor asombrado, acercándose a ella.
De costado y
con un movimiento medio forzado, le pasó un brazo por la espalda y la atrajo
hacia sí.
Como tocada por
el demonio saltó de la silla, la que se volcó en el mismo instante.
Él se incorporó
de inmediato, dio dos pasos y la tomó de la cintura, la atrajo con decisión
contra su cuerpo, la inmovilizó rodeándola con ambos brazos y apoyándola contra
una de las paredes de la cocina la besó en el cuello.
Ella forcejeaba
sin decir una palabra y con pocas probabilidades de zafarse. Sintió como ese
viejo y desacomodado cuerpo se le incrustaba en el suyo, se le refregaba, la
manoseaba. ¡Gozaba el muy hijo de puta!
Logró salir de
su letargo y emitió un alarido desgarrador y agudo que aturdió al hombre y lo
dejó un par de segundos confundido. Liberó una de sus manos y apoyándose en la
pared pudo quitárselo de encima.
Se soltó del
todo, llegó a la mesa y de espaldas al viejo tomó un cuchillo. Volvió a gritar.
Gritaba como una enloquecida. Él se le acercó y la tomó de la cintura. Ella
giró y sin pensarlo movió su brazo para clavárselo.
Él no pudo
medirlo. La miró desde unos ojos
vidriados, muy abiertos, y se llevó la mano al cuello. La sangre brotaba y se
esparcía por todos lados. Se le nublaba la vista. Los alaridos de ella se
escuchaban desde la calle.
Beba llegó a
oírlos mientras intentaba poner las llaves en la puerta. Entró como enloquecida.
A medida que avanzaba iba soltando las bolsas que traía por el pasillo.
Al llegar a la
cocina no podía creer lo que veía. Isidro en el piso, en un charco de sangre se
movía con un ritmo espasmódico.
Elba, aún con
el cuchillo en la mano, contra la pared, la misma pared testigo de su oprobio,
seguía gritando y llorando desconsoladamente.
La señora Beba
se arrodilló junto a su marido, intentaba calmarlo y pararle la sangre
presionando con una servilleta.
Tomó el celular
de su cartera y llamó a la policía. Miró a la chica como a una cucaracha y se
le tiró encima golpeándola y pegándole salvajemente.
Unos minutos
después, llegaron los paramédicos y casi al mismo tiempo los agentes
policiales. El señor Isidro ya no se movía.
Sonaba el
teléfono. Preguntaban por Elba. Su señora quería saber a qué hora regresaría.
No tenía nada para cenar y la estaba necesitando.
De nuevo escuchaba parte de la
conversación “… es una desagradecida… siempre le dimos trabajo… si, gracias,
querida. Te dejo, tengo que firmar unos papeles. Se la llevan detenida, por suerte”.
Copyright © 2014 Laura de la Peña
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