LA LOCA DE AMOR
En memoria de Rebeca Méndez Jiménez
En el muelle se escuchan los rumores
del viento, se te pega la sal en la cara y las olas forman dibujos
endemoniadamente bellos. Los hilos
dorados del atardecer se cuelan por los ojos, te atraviesan y te obligan a
echar raíces. Es mágico, pero corres riesgo de no querer irte nunca más.
Llegué al muelle atraída por una
leyenda, la de Rebeca, la loca de amor.
Dicen que Rebeca esperó por más de
cuarenta años a su amor, vestida de novia, porque le había prometido que a su
regreso se casarían.
Unos dicen que un tal Manuel, embarcó
cuatro días antes de la fecha del prometido casamiento y zozobró en alta mar. Que
ella lo esperó cada día vestida de novia en la punta del muelle para que él la
reconociera al regresar. Que Rebeca fue perdiendo el juicio, lentamente.
Otros, en cambio, tienen por conocida
otra historia:
― ¿Laus, estás ahí? ―susurró Rebeca mientras
asomaba de entre las sábanas revueltas sus muslos morenos y su ensortijada
cabellera algo encanecida.
―Sí, mujer, ― contestó Ladislao―
estoy ensobrando los aretes y terminando los preparativos para llevar la
mercadería al puesto. ¿Tienes hambre? ¿Quieres comer? Pues debo ir a la venta
en la plaza para conseguir los dineros. A ver si logras recomponerte hoy. Hazme
el favor y salte de la cama de una vez.
―Ya, corazón. Dime, ¿nos casaremos
pronto?
―Nos casaremos, claro que nos
casaremos. Espérame aquí, que pronto nos casaremos―prometió una vez más
Ladislao.
Rebeca sostuvo la mirada perdida por
algunas horas, sin salir de la cama, imaginando una vez más cómo sería ese tan
ansiado día.
Había deseado por años oír esa frase.
Y cada día la escuchaba como si fuera la primera vez. Cada vez que Ladislao
repetía su promesa, los ojitos de Rebeca brillaban y sonreía con todo el
cuerpo.
Amaba a sus hijos, pero ya casi no
recordaba sus rostros. Llego a San Blas, dejándolos pequeñitos al cuidado de la
abuela, en busca de trabajo y sustento. Les había prometido padre y padre les llevaría.
¿Estará grande mi Blanquita? Ha de ser ya toda una señorita… ¿Qué edad tendrán
ya mis pequeñitos? Desalmados con mami que no me vienen a ver. Mami prontito
irá y les va a llevar regalos y dulces para todos… y un papito. Sí, sí señor. Y
papito nos va a querer a todos. A todos, toditos.
Dicen que había llegado hacía ya unos
años, desde Guadalajara.
Cuando Ladislao la encontró, estaba
sentada en la punta del muelle, con su bolsita, extasiada con el mar y
repitiendo <<ya viene mi amor… mi amor mañana va a venir en barco>>.
Ladislao, Laus como ella lo llamaba,
era un apuesto surfeador devenido en vendedor de chucherías y contrabandista de
poca monta. Su casa, sobre el mismo muelle, era el único lugar que Rebeca
aceptó vivir. Solo tenía consigo un vestido de novia, arrugado y viejo en su
bolsita, y una mala foto de sus hijos aún pequeños.
Con el tiempo, Rebeca empezó a
mostrar sus canas, y a enamorarse perdidamente de Ladislao. Cuando el salía a
vender, era frecuente verla atravesar las calles en dirección a la iglesia, vestida
de novia, diciendo <<ahora sí, ya me dijo Laus que lo
esperara en la iglesia con mi traje de novia porque ahora sí nos vamos a casar>>.
Dime Laus, ¿me quieres? ¿cuánto me
quieres? Cuando nos casemos quiero traer a los niños. Me haría muy feliz que
pudiéramos traer a los niños.
Cuentan los parroquianos que un mal
día Ladislao no volvió de su habitual venta callejera. Un automóvil lo había
atropellado y a los pocos días falleció en Tepic, una ciudad cercana. Rebeca lo
esperó, como siempre, con su vestido de novia, sentada en el muelle, con los
pies colgando hacia el mar, lista para ir a la iglesia.
Con el correr de los días, urgida por
el hambre y en su afán de encontrarse con Laus, Rebeca salió a vender primero
sus chucherías y luego dulces para los niños, que tanto le recordaban a los
suyos. Alternaba el muelle con el malecón, entre dádivas, promesas y burlas de
todo tipo.
<<No, no. Yo le dije que con le esperaría con este vestido y lo voy a
esperar con este vestido, por si él vuelve, para que no se fuera a
equivocar>>.
Nadie pudo
sacarla de la casilla en la que se transformó el hogar de Ladislao. Nadie pudo
entablar otra charla con ella que no fuera la eterna espera de su amor.
Las vueltas
de la vida quisieron que su hija Blanca la encontrara, con la mente perdida y
sin ninguna posibilidad de reconocerla, cuando habían pasado ya casi 40 años
que había salido a buscar amor y un padre para ellos.
Dicen que Rebeca no falleció en el
muelle, sino muy lejos de su eterno lugar. Murió de amor y de locura.
Hoy, al caminar por estas piedras y
asomarme al bravío mar, veo que la espuma de las olas dibuja caprichosamente
contornos femeninos. El sonido de las olas en retroceso suena como tal vez lo hubiera
hecho la risa de Rebeca. Cada ola rompiendo en el malecón trae consigo la voz
de Ladislao con la promesa eterna de casamiento. En el horizonte, las nubes dan
una danza lenta y ceremonial invitando al amor y a la dicha perpetua.
Dan ganas de quedarse eternamente,
aquí, en el muelle de San Blas.
Copyright © Laura de la Peña
(todos los derechos reservados)