lunes, 31 de marzo de 2014

EL ENCUENTRO





Alguien dijo por ahí que Dios es infinito,
y en su infinita misericordia acuna las almas en pena…

Yo no lo creo, solo lo anhelo.

Laura






EL ENCUENTRO  


(Versión Libre basado el cuento de la dinastía T'ang narrado por Jorge Luis Borges) 


Ch’ienniang = Ella
Wang Chu = El
Mei Ling = La criada
Chang Yi = Padre de Ch’ienniang


Cuando te observo así, Wang Chu, mirándome a los ojos como lo haces ahora, desde tu rostro ajado y sabio, en esta comunión que logramos sostener por más de cincuenta años, me brotan las lágrimas en una confusa sensación de angustia y alegría. Ambigüedades del alma. Dos caras de una misma moneda.

El yin y el yan como partes de un todo, que ante el desgarro intentarán volver a unirse naturalmente.

Un camino plagado de aprendizajes por el que tuve que transitar para lograr el equilibrio.


Ch’ienniang


Soportaré tu ausencia desde el infinito amor que nos juramos, amado mío.
No dejaré que te vayas de mi mente. No renunciaré al rescate de mi alma.
Solo tuya, aguardaré pacientemente tu regreso, y mí regreso.
Tejeré minuciosamente cada instante y crearé un tiempo que será nuestro, en el que viviremos nuestro anhelado destino.
Aquí estaré, amor mío, atesorando el aire de mis antiguos suspiros para cuando vuelvas.
Porque volverás, tal como nos prometimos. Y veré tu rostro, simple, calmo y eterno, como en mis ojos veo tu amoroso recuerdo.
Volverás, y en ese encuentro distinguiré mi alma, y con tu mirada me volveré yo misma.

Mei Ling


–Deja ya de llorar, que no hay caso mujer. Desvaría. Desvaría todo el tiempo. Ni conciencia tiene. Ni una mirada, ni un gesto, más que susurros inconexos y desvaríos constantes. Si al menos comiera algo… ¡Santo Dios, cuánto castigo!
Mei Ling, la criada, secó sus lágrimas y enjuagando el paño húmedo lo puso nuevamente sobre la frente de Ch’ienniang quien no paraba de balbucear incoherencias.
Con su gesto notó que comenzaba a aquietarse y a calmarse, a entregarse nuevamente a un sueño relajado.
–Déjeme estar con ella señor, se lo suplico. Aún su alma pena, lo sé. Pero mi acercamiento acompaña su descanso. Verá cómo va a ponerse bien dentro de poco.
Así ha estado por años. Desde aquel desafortunado día en que el señor prometió su mano a un funcionario, sin atender las súplicas de Ch’ienniang y Wang Chu.
Aquella tarde, ese apuesto caballero, deslumbrado por la belleza de Ch’ienniang, a quien veía con frecuencia en la casa de su padre, la solicitó en matrimonio y la tragedia se hizo sentir de inmediato en esta casa, la que supo albergar la encendida pasión de los amantes.
Ch’ienniang y Wang Chu sintieron su propia muerte. Suplicaron al padre sin resultados.
Wang Chu, desconsolado, se arrojó al camino, y no supimos más de él.
Ch’ienniang se desmoronó en pocos días. Se replegó en sí misma. Al mirarla, sus ojos ya no me reflejaban. Como si su alma se negara a aceptar tanta crueldad. Como si su alma no la acompañara en su decisión. Enfermó lentamente y se sumió en un estado de letargo casi eterno ya.
Una tarde, hace algunos años, oímos a Ch’ienniang gemir durante algunos minutos.
Todos nos sentimos muy consternados. Pensamos que estaría dando sus últimos suspiros. Cuando de pronto, abrió sus ojos renegridos y vimos como su mirada se cargaba de un destello increíble, lleno de luz. Sus ojos, tan bellos como entonces, reflejaron la vida misma, con la certeza de un amor tan profundo como infinito y nos dieron ganas a todos de llorar y de abrazarnos y besarla y acompañarla con una gran algarabía de reencuentro, de nacimiento. La vida estaba abriéndose paso a través de ella, emanando una energía imposible de creer. Incluso esa noche, a la hora de su baño, creí ver que de sus pechos brotaban gotas blancas, como la leche. Pero luego volvió a apagarse y a aislarse.
Aquel día no fue el único.
Al cabo de otro largo, larguísimo letargo, hubo otro momento mágico donde Ch’ienniang se conectó con la vida tan vigorosamente como entonces.
Ya no volvimos a ver sus ojos. Solo a veces, balbuceos y susurros sin sentido aparente. Tal vez un ruego o alguna plegaria. Tal vez.
Pero nada, nada pudo hacerme sospechar semejante desenlace.

Ch’ienniang y Wang Chu


Wang Chu descendió de la embarcación de un salto enérgico y vigoroso.
El contacto con esta tierra, ese suelo de Hunan que lo vio nacer, le devolvió el ánimo que había perdido en aquella fuga desgarradora.
Ch’ienniang y los niños quedaron dentro, esperando su regreso sin descender. Estaban emocionados y contentos. Pronto, muy pronto, sus hijos conocerían al abuelo, Chang Yi.
Ch’ienniang abrazaría a su padre al tiempo que le haría saber lo apenada que la tuvo tanto tiempo de distancia y desapego. Al fin podría redimirse por haber seguido los pasos de Wang Chu aquella noche. Tantos años soñando con este regreso. Tantos remordimientos, tanta pena confundida.
A cada paso el corazón se le estallaba en el cuerpo. Wang Chu sabía que enfrentarse a Chang Yi no sería sencillo.

Chang Yi


¡Mil años no hubieran sido tantos! ¡Cómo te atreves a presentarte así, después de haber destrozado a mi pequeña, a mi amada Ch’ienniang! ¡Vela tú mismo! Postrada y vacía desde tu ausencia, sin nada que podamos hacer.
¿Cómo dices? ¿Te has vuelto loco? ¿Acaso no has escuchado mi relato? ¡Ch’ienniang no se ha movido de esa cama desde que te fuiste!
No es posible. ¡No es posible!
¡Mei Ling! ¡Mei Ling! Vé con Wang Chu y cerciórate tu misma. Dice que Ch’ienniang está con él y que ha venido a vernos, ¡con sus hijos!

Ch’ienniang


Al oír su nombre en la voz de Wang Chu, Ch’ienniang abre los ojos.
Su rostro, pálido y sin vida, comienza a tomar un leve tono rosado. Sus sentidos se articulan y llenan de vida su mirada.
Comienza a reconocerse, a descubrirse, a verse.
Se incorpora lentamente, sin titubeos, sin vacilaciones.
Camina, sale del cuarto y llega al patio donde está su padre totalmente desconcertado, por el relato de Wang Chu y por lo que ahora mismo está viendo: a Ch’ienniang pasar delante de él, casi sin verlo, avanzando a través del amplio patio hacia el río donde estaba la embarcación.
Se encontraron en el trayecto y ambas Ch’ienniang se pararon una frente a la otra, se deleitaron en el encuentro, y con cada acercamiento se incorporaban la una a la otra. Cada parte de su cuerpo se fundía en la otra, en una sola, en la misma, en Ch’ienniang.

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sábado, 29 de marzo de 2014

PESADILLA

Noviembre de 2014 - Mención Especial en Narración - 2do Certámen de Cuento, Narración y Poesía, organizado por la Comisión de Cultura del Consejo Consultivo de la Comuna 11, Cuidad de Buenos Aires, Argentina.



PESADILLA

C
uando se acercó, se dio cuenta de que los perros estaban junto al cadáver.
Observó la escena a varios metros de distancia. Aún estaba agitado por la carrera, y no quería llamar la atención de la jauría. No podía creer lo que veía y estalló en llanto con espasmos incontrolables. Todo su cuerpo lloraba sin consuelo.
Se despertó muy agitado esa mañana; una pesadilla lo había atormentado en el tránsito por el último sueño. Le costó mucho abrir los ojos. Finalmente pudo saltar del camastro y terminar con el sufrimiento. Se fue vistiendo entre el olor a rancio y los ronquidos del padre. Sus ropas se mezclaban con los cuerpos de sus hermanos dormidos.
El sol todavía no alumbraba lo suficiente; se lo percibía desteñido y frío.
Miraba todo con los ojos bien abiertos y las pupilas dilatadas. Aún con la angustia de la pesadilla, intentaba focalizar cada cuerpo a modo de registro y de reconocimiento.
Unos perros ladraron. Su padre dejó de roncar y los niños se movieron en sus colchones. Oyó pasos y corridas en el corredor de la villa. Unos tiros dispersos. Los perros desaforados, que no dejaban de ladrar, tropezaban entre ellos al pasar por delante de la casa.
Se calzó las zapatillas sin atarlas, y salió con la sensación intacta que tuvo al despertarse: miedo. Por delante de él pasaron tres pibes; los conocía de vista y algunos escuetos saludos. Corrían y vociferaban palabras incomprensibles.
Sin saber por qué, él también empezó a correr y se sumó al grupo de muchachos tratando de comprender qué era lo que estaba pasando. A la carrera le pasaron un chumbo y le avisaron que estaba cargado; que disparara apenas viera pasar a la mina; que los había robado, que había que bajarla antes que siguiera. Que se abriera a la izquierda que ellos lo harían a la derecha. –¡Dale flaco, metele caño!
Apenas dobló en la esquina, agudizó los sentidos. El miedo le hacía escuchar hasta los aleteos de las moscas. No pensaba. Trataba de hacerlo, pero no lograba hilvanar sus pensamientos; solo obtenía visiones fotográficas: su pesadilla, el olor de la pieza, sus hermanos durmiendo, los ronquidos del padre…
En la semioscuridad divisó una figura que atravesaba el callejón siguiente. Los perros y los demás se oían por otro lado. Tomó más velocidad, se acercó a la esquina, se cubrió, y disparó a la distancia.
Seguro de haberle dado, escuchó el alarido de la joven y enseguida oyó acercarse a los demás junto a los perros ladrando. Estaba yendo al lugar cuando lo atajaron los otros y le dijeron que no lo haga, que se vaya a su casa lo más pronto posible, que se guarde por un tiempo.
Así lo hizo. Tiró el arma en el zanjón y volvió como una flecha a la pieza. Lo recibió su padre, desesperado porque no encontraban a su hermana. El día ya estaba clareando.
No haciendo caso a las terribles sospechas que albergaba en su mente, calmó a su padre y salió a la carrera nuevamente.
Cuando se acercó, se dio cuenta de que los perros estaban junto al cadáver, el cadáver de su hermana.

Copyright © 2014 Laura de la Peña
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sábado, 22 de marzo de 2014

¡AY, SANTÍSIMA MADRE!



(fuente: google)

¡AY, SANTÍSIMA MADRE!
 (versión libre del cuento A LA DERIVA, de Horacio Quiroga)

E
s la hora de las angustias y las penumbras. Al atardecer, el torrentoso Paraná prepara un escenario colmado de sombras agudas y amenazantes. Aún se cuelan los destellos dorados de un sol que languidece y cae lentamente; algunos rebotan y llegan hasta la canoa.
He jineteado estas aguas muchas veces. Son rápidas y traicioneras; bravas. Siempre me sobró temperamento para domarlas. ¿Será de Dios que hoy no pueda solo con esto?
Hace un par de horas nomás, mientras asestaba el machete en el cuerpo blancuzco de la yararacusú, en un feroz grito de dolor y de venganza le rogué clemencia a los dioses y a mis ancestros. Su mordida me dejó solo dos puntitos de sangre y una desesperada carrera contra la muerte.
Pude llegar al rancho, arrastrando la pierna entumecida.  Pero al comprobar la feroz hinchazón de toda la pierna y los punzantes dolores supe de inmediato que mis ruegos no habían sido escuchados.
“¡A lo de Alves, río abajo! Mi compadre tal vez pueda ayudarme”, me dije. ¡Qué iluso!
Mal hombre este compadre que no ha salido en mi auxilio. Si tan solo me hubiera tendido su mano, otra sería ya mi situación.
No hay tiempo para lamentarse.
¡Ay, santísima madre, como duele esto!
En un abrir y cerrar de ojos se ha hecho la noche; el cielo se ha cerrado demasiado rápido.
El río ha de llevarme solito hasta Tacurú-Pucú. En algo menos de una hora debería estar llegando.
Este cañadón ceñido y negro que nos envuelve con oscuridad de muerte, otrora habría sido algo a temer y a evitar por todos los medios. Ahora es todo lo que tengo y me entrego a su arrullo posesivo y sensual, mientras mi bote y yo vamos dando tumbos errantes.
El dolor es agudo. La inflamación, con su negruzca gangrena,  lo ha tomado todo. Mis ropas rasgadas exponen mi carne lacerada a un inclemente rocío. Mi respiración se dificulta y el olor a muerte lo invade todo.
Quisiera poder medir el tiempo. El que me resta de vida, el que he pasado ya tumbado en este bote. ¿Cuándo fue que nos vimos por primera vez? Dorotea, ¿estás aquí? ¿te acuerdas del compadre Gaona? ¿cuándo fue que lo vimos por última vez? ¿seguirá viviendo en Tacurú-Pucú? Dorotea, creo que ya estoy mejor, está pasando la fiebre y no siento tanto dolor. Tendremos que preguntar por lo de Dougald cuando lleguemos. Le debemos una visita. ¿Me oyes, mujer?


Copyright © 2014 Laura de la Peña
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