Alguien dijo por ahí que Dios es infinito,
y en su infinita misericordia acuna las almas en pena…
Yo no lo creo, solo lo anhelo.
Laura
EL ENCUENTRO
(Versión Libre basado el cuento de la dinastía T'ang narrado por Jorge Luis Borges)
Wang Chu = El
Mei Ling = La criada
Chang Yi = Padre de Ch’ienniang
Cuando te observo así, Wang Chu, mirándome a los ojos como lo haces ahora, desde tu rostro ajado y sabio, en esta comunión que logramos sostener por más de cincuenta años, me brotan las lágrimas en una confusa sensación de angustia y alegría. Ambigüedades del alma. Dos caras de una misma moneda.
El yin y el yan como partes de un todo, que ante el desgarro intentarán volver a unirse naturalmente.
Un camino plagado de aprendizajes por el que tuve que transitar para lograr el equilibrio.
Ch’ienniang
Soportaré tu ausencia desde el infinito amor que nos juramos, amado mío.
No dejaré que te vayas de mi mente. No renunciaré al rescate de mi alma.
Solo tuya, aguardaré pacientemente tu regreso, y mí regreso.
Tejeré minuciosamente cada instante y crearé un tiempo que será nuestro, en el que viviremos nuestro anhelado destino.
Aquí estaré, amor mío, atesorando el aire de mis antiguos suspiros para cuando vuelvas.
Porque volverás, tal como nos prometimos. Y veré tu rostro, simple, calmo y eterno, como en mis ojos veo tu amoroso recuerdo.
Volverás, y en ese encuentro distinguiré mi alma, y con tu mirada me volveré yo misma.
Mei Ling
–Deja ya de llorar, que no hay caso mujer. Desvaría. Desvaría todo el tiempo. Ni conciencia tiene. Ni una mirada, ni un gesto, más que susurros inconexos y desvaríos constantes. Si al menos comiera algo… ¡Santo Dios, cuánto castigo!
Mei Ling, la criada, secó sus lágrimas y enjuagando el paño húmedo lo puso nuevamente sobre la frente de Ch’ienniang quien no paraba de balbucear incoherencias.
Con su gesto notó que comenzaba a aquietarse y a calmarse, a entregarse nuevamente a un sueño relajado.
–Déjeme estar con ella señor, se lo suplico. Aún su alma pena, lo sé. Pero mi acercamiento acompaña su descanso. Verá cómo va a ponerse bien dentro de poco.
Así ha estado por años. Desde aquel desafortunado día en que el señor prometió su mano a un funcionario, sin atender las súplicas de Ch’ienniang y Wang Chu.
Aquella tarde, ese apuesto caballero, deslumbrado por la belleza de Ch’ienniang, a quien veía con frecuencia en la casa de su padre, la solicitó en matrimonio y la tragedia se hizo sentir de inmediato en esta casa, la que supo albergar la encendida pasión de los amantes.
Ch’ienniang y Wang Chu sintieron su propia muerte. Suplicaron al padre sin resultados.
Wang Chu, desconsolado, se arrojó al camino, y no supimos más de él.
Ch’ienniang se desmoronó en pocos días. Se replegó en sí misma. Al mirarla, sus ojos ya no me reflejaban. Como si su alma se negara a aceptar tanta crueldad. Como si su alma no la acompañara en su decisión. Enfermó lentamente y se sumió en un estado de letargo casi eterno ya.
Una tarde, hace algunos años, oímos a Ch’ienniang gemir durante algunos minutos.
Todos nos sentimos muy consternados. Pensamos que estaría dando sus últimos suspiros. Cuando de pronto, abrió sus ojos renegridos y vimos como su mirada se cargaba de un destello increíble, lleno de luz. Sus ojos, tan bellos como entonces, reflejaron la vida misma, con la certeza de un amor tan profundo como infinito y nos dieron ganas a todos de llorar y de abrazarnos y besarla y acompañarla con una gran algarabía de reencuentro, de nacimiento. La vida estaba abriéndose paso a través de ella, emanando una energía imposible de creer. Incluso esa noche, a la hora de su baño, creí ver que de sus pechos brotaban gotas blancas, como la leche. Pero luego volvió a apagarse y a aislarse.
Aquel día no fue el único.
Al cabo de otro largo, larguísimo letargo, hubo otro momento mágico donde Ch’ienniang se conectó con la vida tan vigorosamente como entonces.
Ya no volvimos a ver sus ojos. Solo a veces, balbuceos y susurros sin sentido aparente. Tal vez un ruego o alguna plegaria. Tal vez.
Pero nada, nada pudo hacerme sospechar semejante desenlace.
Ch’ienniang y Wang Chu
Wang Chu descendió de la embarcación de un salto enérgico y vigoroso.
El contacto con esta tierra, ese suelo de Hunan que lo vio nacer, le devolvió el ánimo que había perdido en aquella fuga desgarradora.
Ch’ienniang y los niños quedaron dentro, esperando su regreso sin descender. Estaban emocionados y contentos. Pronto, muy pronto, sus hijos conocerían al abuelo, Chang Yi.
Ch’ienniang abrazaría a su padre al tiempo que le haría saber lo apenada que la tuvo tanto tiempo de distancia y desapego. Al fin podría redimirse por haber seguido los pasos de Wang Chu aquella noche. Tantos años soñando con este regreso. Tantos remordimientos, tanta pena confundida.
A cada paso el corazón se le estallaba en el cuerpo. Wang Chu sabía que enfrentarse a Chang Yi no sería sencillo.
Chang Yi
¡Mil años no hubieran sido tantos! ¡Cómo te atreves a presentarte así, después de haber destrozado a mi pequeña, a mi amada Ch’ienniang! ¡Vela tú mismo! Postrada y vacía desde tu ausencia, sin nada que podamos hacer.
¿Cómo dices? ¿Te has vuelto loco? ¿Acaso no has escuchado mi relato? ¡Ch’ienniang no se ha movido de esa cama desde que te fuiste!
No es posible. ¡No es posible!
¡Mei Ling! ¡Mei Ling! Vé con Wang Chu y cerciórate tu misma. Dice que Ch’ienniang está con él y que ha venido a vernos, ¡con sus hijos!
Ch’ienniang
Al oír su nombre en la voz de Wang Chu, Ch’ienniang abre los ojos.
Su rostro, pálido y sin vida, comienza a tomar un leve tono rosado. Sus sentidos se articulan y llenan de vida su mirada.
Comienza a reconocerse, a descubrirse, a verse.
Se incorpora lentamente, sin titubeos, sin vacilaciones.
Camina, sale del cuarto y llega al patio donde está su padre totalmente desconcertado, por el relato de Wang Chu y por lo que ahora mismo está viendo: a Ch’ienniang pasar delante de él, casi sin verlo, avanzando a través del amplio patio hacia el río donde estaba la embarcación.
Se encontraron en el trayecto y ambas Ch’ienniang se pararon una frente a la otra, se deleitaron en el encuentro, y con cada acercamiento se incorporaban la una a la otra. Cada parte de su cuerpo se fundía en la otra, en una sola, en la misma, en Ch’ienniang.
Copyright © 2012 Laura de la Peña
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